Potro desbocado

—No puedo creer que estoy haciendo esto.

—Yo 3.

Lancelot le sostuvo las caderas con sus manos inmensas, sujetándolas con una fuerza firme pero protectora.

—Carajos, aún no las metes y siento que me voy a correr.

—Si duele mucho… dígame y paro… —dijo con voz ronca, casi un gruñido.

Empujó despacio, sintiendo la resistencia ceder centímetro a centímetro.

—¡Ahhh! ¡Suave...suave!

Dionisio soltó un grito ahogado, sus ojos llenándose de lágrimas por el ardor y la presión insoportable que le cortaba la respiración.

—Estas muy apretado...

—Ah… ah… Lancelot… —susurró con la voz rota, temblando bajo su peso—. Eres… eres demasiado grande… me estás… me estás rompiendo…más...suave.

—Lo siento... creo que la metí muy apresuradamente...debí dilatarte un poco más—gruñó Lancelot con los dientes apretados, su rostro retorcido por el placer y la culpa.

Nunca antes se había sentido tan bien en toda su vida, Dionisio lo tragaba por todo con su trasero apretado.

Cuando finalmente logró hundirse por completo, Dionisio sintió que lo tenía hasta el estómago. Su hombría palpitaba duro entre sus vientres y su corazón retumbaba como un caballo desbocado.

—Creo que moriré.

—No lo creo ¿ya notaste lo erectø que la tienes? Esto te gusta aunque te asusta.

El dolor se mezcló con un placer abrumador y prohibido. Sus caderas se arquearon involuntariamente y sus convulsiones violentas le sacudieron el cuerpo sin que Lancelot se moviera.

Hay un punto que toca en su interior y lo hace estremecer. Su aguante se fue a la m****a cuando Lancelot lo frotó con su mano subiendo y bajando suavemente.

—¡Ah...me vengo!

Sus jugos salieron disparados, manchando su pecho y el abdomen de Lancelot mientras sus gritos desgarraban el aire, resonando en las paredes de madera de su habitación.

Lancelot lo miró con sus ojos azules oscuros, su respiración era un gruñido profundo. Sus caderas comenzaron a moverse suave, buscando no lastimarlo, mientras Dionisio lloraba y reía a la vez, perdido en un mar de sensaciones desconocidas y sucias por primera vez.

“Este potro… este potro es mío… que siga así domando mi cuerpo”—pensó entre lágrimas, sintiendo cada centímetro de su grosor, abrirlo y llenarlo y satisfacerlo de un modo único.

Y en ese momento, en medio de su clímax roto, Dionisio supo que ya no había retorno para él ni para Lancelot. Entendió que no era el fin sino el comienzo de su propia historia.

Esa noche nadie durmió, horas después del amanecer apenas comenzaba a teñir de naranja los campos de Oklahoma. Un canto lejano de gallos rompía el silencio, mientras dentro de la habitación de Dionisio reinaba un calor húmedo y denso.

Las sabanas estaban empapadas de sudor y sus jugos.

Lancelot tenía sus caderas pegadas con fuerza a las de él, sus cuerpos sudados, resbaladizos, chocando una y otra vez con sonidos húmedos que llenaban la estancia. Sus manos grandes lo sujetaban con fuerza por los muslos, alzándolo como si no pesara nada. Para el aún no era suficiente, Lancelot quería más. El interior de Dionisio era tan suave y cálido, estaba totalmente dilatado. Y había perdido la cuenta de cuantas veces se habían venido.

Cada vez que Lancelot empujaba, un gruñido profundo salía de su pecho ancho. Sus ojos azules estaban nublados, su cabello rubio caía revuelto sobre su frente y gotas de sudor le recorrían la mandíbula y el cuello.

—Esto es tan delicioso.

—Ya creo que no puedo más. No tengo más fuerzas.

Dionisio jadeaba sin control, sus piernas temblaban mientras sentía el grosor enorme de su potro abrirlo más y más, tocando un lugar tan profundo que lo hacía gritar de placer y dolor mezclados. Parecía una fuente de fluidos.

—Bésame, chupame la lengua, Dionisio.

Dionisio obedeció. Lo besó, chupó su lengua una y otra vez. Lancelot aprovechó y continuó con las embestidas.

—Ah… ah… Lancelot… —gemía con los ojos en blanco, temblando sobre las sábanas húmedas—. Me… me estás rompiendo… Me encanta...dame más...dale ahí mismo.

Lancelot no paraba, le obedecía. Sus movimientos se volvieron frenéticos, salvajes, como un animal que por primera vez probaba la libertad absoluta en la intimidad. Cambiaba de posición sin aviso, pasándolo de estar boca arriba a colocarlo sobre sus manos y rodillas, sujetándolo de la cintura con una fuerza casi brutal.

Lo empujaba hacia adelante, entrando y saliendo con determinación, escuchando los gemidos ahogados de Dionisio y sus quejidos rotos que se confundían con los jadeos animales de su potro.

Nunca se había sentido así con Teresa. Con ella debía controlar su fuerza, contener su deseo, medir sus movimientos para no lastimarla. Pero con Dionisio… con Dionisio podía ser quien era realmente. Un hombre salvaje, inmenso, un semental que no conocía límites.

Lancelot lo agarró por los hombros y lo mordió en la nuca, gruñendo como un toro furioso. Sus caderas se movían rápido, su hombría dura y palpitante entrando tan profundo que Dionisio podía sentirlo rozándole el estómago desde dentro.

—¡Carajos, me encanta esto! ¡Déjame vivir en tu interior!

—¡Ah…! —gritó Dionisio con la voz rota, su cuerpo temblando bajo él—. Lancelot… para… me siento raro… ¡tengo ganas de hacer pipí!

Pero Lanzarote no paró. Gruñó contra su cuello, empujando más fuerte, sintiendo cómo el vientre de Dionisio se abultaba un poco cada vez que entraba. Llevó una mano grande y callosa hasta su bajo vientre, presionando con fuerza mientras su miembro entraba y salía con sonidos húmedos.

—Aguante… patrón… ya casi… —jadeó con voz ronca, sus caderas chocando contra las nalgäs suaves y firmes de Dionisio.

—¡No presiones, carajos! Me haré pipí—¡ahhhh!

No pudo aguantarlo y el líquido salió sin restricciones.

Pero no era pipí.

Un líquido claro y abundante salió disparado del miembro de Dionisio, chorreándole entre las piernas y mojando las sábanas. Su cuerpo tembló entero, sus manos se cerraron con fuerza sobre las almohadas y sus ojos se pusieron en blanco mientras un orgasmo intenso, diferente a todo lo que había sentido, le sacudía el alma y la razón.

—Ah… ah… ah… ¡Lancelot…! —gritó con lágrimas resbalándole por sus mejillas sonrojadas.

—¡Carajos!

Verlo así terminó de volver loco a Lancelot. Sus embestidas se hicieron tan fuertes que la cama crujía bajo su peso, hasta que un gemido profundo y gutural brotó de su pecho y su semen caliente lo llenó por dentro, derramándose tanto que incluso comenzó a gotear desde su entrada.

Pero Lancelot no se detuvo.

Su cuerpo pedía más. Quería más. Necesitaba hundirse más, marcarlo más profundo que nadie.

—No te duermas, patrón. Apenas estamos empezando.

Lo giró de nuevo, lo alzó sobre sus muslos enormes y volvió a entrar en otra posición. Sus manos lo sujetaban con fuerza, sus dedos marcándole la piel con más tonos que le durarían días.

—Déjame, mar maldita. Necesito ir al baño, estoy lleno de pipí.

Dionisio se llenó de vergüenza.

Cada vez que lo empujaba contra él, sentía su virilidad levantarle el vientre, podía sentirlo desde fuera, duro, palpitante, y eso lo enloquecía aún más.

—Ah… ah… maldición… Dionisio… no me importa que estés sucio, yo también lo estoy—gruñía su nombre entre jadeos y mordidas en sus hombros, en su cuello, en su mandíbula.

—Detente...siento que me corro de nuevo.

—No puedo detenerme...corrámonos juntos.

Dionisio solo podía gemir, llorar y reír entre sus sensaciones, su cuerpo temblando de puro placer sucio, cada vez más profundo, cada vez más roto. Su voz ya casi no se escuchaba.

“Este potro… este potro me pertenece…”—pensaba, mientras sus ojos se cerraban, rendido al placer prohibido, a la lujuria que ni mil confesiones podrían limpiar.

Y así, con el sol iluminando sus cuerpos sudados, ambos supieron que ya no habría retorno. Que su pecado estaba sellado en carne y alma para siempre. Ambos se corrieron juntos y al acabar quedaron inmersos en un sueño profundo.

El calor del mediodía comenzaba a asfixiar la hacienda. Los relinches de los caballos a la distancia y el susurro del viento en los campos llenaban el silencio de la habitación cuando un suave golpe en la puerta hizo eco.

—Patrón… patrón Dionisio… —era la voz aguda y dulce de Trina.

Lanzarote abrió los ojos. Estaba tumbado al lado de Dionisio, abrazándolo por la cintura. Su flacidez descansaba entre los glúteos suaves, sonrojados y húmedos de su patrón, que dormía con la boca entreabierta, llena de mordidas y chupones y el rostro en la almohada.

Con cuidado, Lancelot se separó, sintiendo cómo su semilla goteaba desde la entrada hinchada de Dionisio, manchando las sábanas ya húmedas y pegajosas.

Se puso de pie, como Dios lo trajo al mundo, y buscó su ropa rápidamente. Mientras se abrochaba los pantalones, cubrió a Dionisio con la sábana, arropándolo con cuidado como si fuera un bebé, besándole suavemente la frente. Su patrón dormía profundamente, vacío, sin una gota de energía en su cuerpo, rendido tras horas de placer y dolor mezclados.

Lancelot respiró profundamente, peinó su cabello con los dedos y caminó hacia la puerta luego de vestirse. La abrió apenas, bloqueando la vista hacia el interior con su enorme cuerpo musculoso.

—El patrón está en la ducha… —dijo con su voz grave y ronca, mirándola con seriedad—nosotros...acabamos de llegar del campo.

—Traje su almuerzo. ¿Cómo es que no lo vi salir?

—Déjame la bandeja. Si necesita algo más, yo mismo se lo buscaré en persona. Es su orden. No querrás hacerlo enojar.

Trina miró la escena con sospecha. No había visto al patrón en toda la mañana y la idea de que Lancelot estuviera allí la ponía nerviosa. Intentó asomarse, pero él no se movió.

—Yo… yo quería disculparme con el patrón… —dijo, bajando la mirada con falsa timidez—. Por algo que pasó anoche… por si… si lo ofendí, voy a pasar. Será rápido. Se lo diré desde la puerta.

—Va a descansar después de salir del baño y comer algo. Vuelve luego —respondió Lancelot con frialdad, tomando la bandeja de sus manos sin más palabras—No está de buen humor, ya te lo dije.

—Bien...

Ella se mordió el labio inferior, molestó y bajó las escaleras con pasos rápidos.

Lancelot cerró la puerta con seguro y caminó de nuevo hacia la cama. Dejó la bandeja sobre la mesita y se sentó a su lado. Dionisio se removió suavemente, despertando con un gemido ronco. Sus ojos miel estaban hinchados, sus labios rojos y húmedos. Todo su cuerpo estaba marcado.

—Despierta, patrón… es hora de almorzar —dijo Lancelot con voz suave, como si hablara con un niño.

Dionisio parpadeó somnoliento, incorporándose apenas.

—¡Ahh!...m****a, mi espalda...

—Con calma. Lo de anoche fue todo un maldito maratón.

Lancelot lo ayudó a sentarse sobre sus muslos, sujetándolo con un brazo firme. Tomó un trozo de carne de res y se lo llevó a la boca, alimentándolo con cuidado, asegurándose de que tragara todo.

Cuando terminó de darle de comer, caldo, arroz y frijoles, Dionisio se dejó caer contra su pecho, agotado. Su respiración era lenta, sus párpados pesados.

—Te… te duele… ¿verdad? —preguntó Lancelot, acariciándole el muslo con suavidad, viendo las marcas sobre su piel.

Dionisio se acercó con un gesto pequeño, sin abrir los ojos.

—No quiero… que te duela el estómago más tarde…debo sacarte todo de atrás —susurró Lancelot.

Dionisio abrió los ojos de golpe.

—¿Cómo diablos sabes eso?

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