Mundo ficciónIniciar sesiónLancelot le sostuvo la mirada, sin apartarse ni un centímetro, su voz grave y baja como si confesara un pecado que llevaba semanas arrastrando.
—Desde que me besaste… no dejé de pensar en eso —dijo, con un brillo intenso en los ojos—. Tenía una idea… pero la curiosidad me comió vivo. Así que busqué. En internet. Dionisio arqueó una ceja, confundido y algo incómodo. ¿Buscaste…? —murmuró, todavía recostado contra su pecho. -Hacer. —Lancelot sonriendo apenas—. No solo vi videos… también leí. Quería saber cómo hacerlo bien. Cómo cuidarte… a ti. Cómo no lastimarte. Dionisio sintió que el calor le subía al rostro, no sabía si era de vergüenza, rabia o un estremecimiento de algo más profundo. —Eres un idiota… —murmuró, pero sin fuerza. —Tal vez —replicó Lancelot, inclinándose para rozar su frente con la de él—. Pero soy un idiota que aprendió cómo tocarte sin romperte… y cómo quedarme dentro de ti sin que te duela después. Yo la tengo muy grande y no quería lastimarte. Dionisio cerró los ojos, tragando saliva, sintiendo que las palabras de Lancelot le desarmaban capa por capa. —No sabes en lo que te estás metiendo… —susurró, intentando sonar firme. —Sí sé… —respondió Lancelot, apretando más su abrazo—. Y no pienso soltarlo. —Yo...puedo hacerlo. —No tienes fuerzas ni para caminar. Yo lo haré. Es culpa mía que estés... lleno. Dionisio se puso rojo como un tomate. Con cuidado, lo recostó sobre la cama y bajó la sábana. Separó sus muslos y se acomodó entre ellos. Sus dedos calientes comenzaron a introducirse ya abrirlo, suave pero firme, extrayendo toda su semilla de su agujero, asegurándose de que no quedará nada acumulado. Dionisio gimió débilmente, sus dedos enredándose en las sábanas. Cuando terminó, lo limpió con la toalla húmeda, cambió las sábanas, lo acomodó de lado y se tumbó detrás de él, abrazándolo por la cintura. Su nariz se enterró en su cuello, respirando su aroma mezclado con sudor, aceite de coco y deseo. —¿No tienes hambre? Vamos a la esquina. —Estoy bien... si quieres que me vaya solo dilo. —No quiero que te vayas. Comamos juntos. —No tengo hambre. Dionisio si tenía hambre, además necesitaba recuperar fuerzas. Lancelot, cerró los ojos y se permitió descansar, al menos un par de horas, antes de retirarse a sus trabajos. Pero en su mente, Lancelot ya sabía que nada volvería a ser igual. Había probado el cuerpo de su patrón, su calor, su sumisión… y ahora, era imposible volver atrás. La tarde había pasado como un suspiro para Dionisio. Cuando abrió los ojos, el cielo ya estaba teñido de azul oscuro y la luz de la lámpara de su mesita iluminaba suavemente la habitación. Se sentía cansado, con el cuerpo entumecido y un ligero ardor entre sus muslos, recordándole cada segundo vivido con Lancelot toda la noche anterior. Miró la cama y Lancelot no estaba. Con cuidado, se incorporó, fue al baño y tomó una ducha rápida, intentando despejarse. Al terminar, se colocó ropa cómoda y un abrigo grueso de cuello alto que cubría cualquier marca de besos. Bajó las escaleras al comedor principal, donde ya estaban casi todos reunidos para la cena. El olor a estofado de res, pan recién horneado y cocido de maíz llenaba el aire, dando un toque cálido al inmenso salón iluminado con lámparas de luz candescentes. Trina caminaba con su vestido corto y ajustado, llevando platos y bandejas de un lado a otro. Sus ojos se posaron en Dionisio con atención. Frunció el ceño al ver que su patrón llevaba un abrigo de cuello alto, siendo una noche calurosa. Se acercó, inclinándose un poco con una sonrisa calculada. —Patrón, hasta que por fin baja. —Tomé mucho ayer... gracias por el almuerzo. Estaba delicioso. —Que bueno que le agradó ¿No tiene calor con ese abrigo, patrón? Puedo ir por algo más ligero a su habitación —preguntó, con su tono dulce cargado de veneno. Dionisio no le respondió. Solo la miró de reojo mientras se acomodaba en su silla al final de la mesa. Trina, insistente, terminó de limpiarle un poco el hombro, y al hacerlo, su cuello quedó más expuesto. Sus ojos se abrieron un poco al ver un moretón amoratado asomándose bajo la tela, cerca de su oído, en un lugar donde claramente no era un golpe accidental. —Si necesita… pomada… para esos golpes… —dijo con malicia, acercándose demasiado. No puedo creer lo que ve. —Retírate...eso es solo alergia —ordenó Dionisio con frialdad, bajando la vista a su plato. Trina se alejó con un leve puchero, pero con una sonrisa triunfal en los labios. Ahora entiende porque Lancelot no quería que ella entrara. De seguro que el patrón sufre de algún problema psicológico en donde se auto influye el dolor. Y con el alcohol, la tristeza de perder a sus padres y la familia que había llegado el día anterior a la lectura del testamento y lo hizo molestar era lógico que sacara su demonio de adentro. Lancelot entró al comedor con su camisa beige arremangada hasta los codos, sus botas llenas de polvo y el cabello húmedo recién peinado hacia atrás. Se sentó en su lugar de siempre, dos puestos a la izquierda de Dionisio. —Buenas noches a todos. —Buenas noches Láncelo —le responde Dionisio. —Sientate hijo, te buscaré un plato—le dice su madre. Cuando sus miradas se cruzaron, algo cálido y secreto pasó entre ellos, un reconocimiento silencioso de lo que habían compartido horas antes. Durante la cena, los capatases hablaban en voz baja de las lluvias que vendrían en la madrugada, de las vacas preñadas y del nuevo semental comprado para mejorar la raza de los potrillos. Pero Dionisio no escuchaba nada de eso. Tenía la mirada fija en Lancelot, observando su manera de comer con tranquilidad, la fuerza de sus manos al partir del pan, la forma en que su nuez se movía al beber agua. Cada gesto suyo lo volvía loco. — ¿Recuerdas cuando eras un flacucho con piernas de pollo? —dijo de pronto, con una pequeña sonrisa. Lancelot levantó la vista hacia él, sorprendido. Sus labios se curvaron suavemente en una sonrisa genuina, de esas que solo Dionisio lograba arrancarle. —Y usted era un mocoso caprichoso que lloraba cuando el pony no lo obedecía y terminaba subiendo en mi espalda—respondió con su voz grave, mirándolo con ternura. —Eras un pony testarudo… —replicó Dionisio, rodando los ojos con suavidad—. Siempre me decías: “Patrón, los caballos no se dominan con gritos, sino con confianza, venga mónteme y le muestro”. Lancelot río suave, bajando la mirada. Esa risa ronca le llenó el pecho de calidez. —Aún pienso lo mismo, patrón… —dijo, mirándolo con un brillo suave en sus ojos azules. Los potros se doman con pasiencia. Por un instante, la mesa desapareció, los demás desaparecieron, y solo quedaron ellos dos, mirándose como en aquellos veranos de infancia, cuando Dionisio era un niño consentido y Lancelot su sombra protectora. Pero ese momento de nostalgia también trajo un pensamiento venenoso al corazón de Dionisio. “Si pudiera… lo tendría solo para mí… sin novia… sin nadie más… solo mío ahora mismo…” Mientras todos continuaban cenando y conversando sobre las lluvias y el ganado, Dionisio bajó la vista a su plato, escondiendo una sonrisa cargada de anhelos prohibidos y oscuros aviones.






