La semana pasó rápido. Esa mañana amaneció con un cielo grisáceo, cargada de nubes que amenazaban con lluvia. La hacienda Larousse estaba inusualmente silenciosa, como si los campos, caballos y trabajadores contuvieran el aliento en espera de lo inevitable.En el gran salón de madera oscura, se reunieron los tíos, primos y tías de Dionisio, vestidos con ropas de luto costosas, joyas discretas y miradas ansiosas. El abogado de unos 51 años, un hombre flaco de cabello blanco y gafas gruesas, abrió el testamento sobre la mesa larga, acomodándose las lentes con manos temblorosas.Dionisio permanecía de pie junto a la ventana, con su traje negro perfectamente entallado, los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Su corazón latía fuerte, pero su rostro era de piedra.—Según las últimas voluntades del señor Arturo Watson y la señora Bernina Larousse… —comenzó el abogado con voz firme—, declaran herederas todas sus propiedades, activos, cuentas bancarias, maquinaria, tierras y empresas a favor
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