El gran Potro domado

Ella se pone en cuatro patas sobre el heno para que Lancelot la tome de nuevo y se corriera en ella.

—Otro día… solo quería complacerte. No quiero que te vayas tan tarde. Y este no es el mejor lugar, pueden descubrirnos haciendo esto—dijo él con voz baja.

—Bueno… pero no te me escapa mañana… —le advirtió ella con una sonrisa satisfecha mientras se vestía a toda prisa. No se molestó en limpiarse.

Salió al patio, subió a su carro y arrancó, dejando una nube de polvo tras ella. Lancelot se quedó de pie, sudado, respirando con fuerza, con su erección aún visible bajo los pantalones mal subidos. Metió la mano en su bolsillo y encontró la braga de Teresa. La olfateó sin expresión y la guardó de nuevo.

Entonces se giró, mirando detrás del granero.

Pero no había nadie allí.

Dionisio ya se había marchado, con el corazón palpitándole tan fuerte que sentía que se le saldría del pecho, sus pantalones tensos y un vacío frío y doloroso en su alma.

Encima de todo eso borracho y cachondo, no por verlos a ambos sino por él ver a Lancelot. Por un momento deseaba ser él, Teresa.

Dionisio regresó a su habitación tambaleante, con la botella de bourbon medio vacía en la mano. Cerró la puerta de un empujón y se dejó caer sobre la cama, el corazón latiéndole desbocado y el pantalón ajustándole incómodamente.

—¡Carajos! ¿Porque tuve que quedarme allí viéndolos como un maldito pervertido?

Su respiración era agitada mientras las imágenes de Lancelot embistiendo a Teresa se repetían en su mente como una película maldita. Su miembro palpitaba con un ardor insoportable. Sin pensarlo más, bajó la cremallera se quitó la ropa y liberó su dureza, caliente y húmeda en la punta.

Se tumbó sobre la cama, con un brazo cubriendo los ojos, mientras su mano se movía rápido, con desesperación, recordando la forma en que los músculos de Lancelot se tensaban al embestirla, su espalda ancha cubierta de sudor, el sonido de sus gemidos roncos. Sintió que su clímax se acercaba y su respiración se volvió un jadeo roto.

—Ah… Lancelot… —susurró sin querer, con la voz ronca de deseo y alcohol, derramándose con fuerza sobre su vientre plano y bronceado, el líquido tibio esparciéndose hasta su ombligo.

No se limpió. Soltó un suspiro quebrado y siguió bebiendo de la botella hasta que su mente se nubló, quedándose dormido con la mano aún sobre su miembro flácido y los ojos entreabiertos, húmedos de lágrimas.

Al día siguiente, el sol ya se alzaba en el cielo cuando Lancelot subió las escaleras con una bandeja de desayuno. Tocó dos veces antes de abrir la puerta. Quería confirmar si lo que vio la noche anterior era cierto o solo fue un espejismo.

—Patrón… le traigo el desayuno.

La escena lo dejó inmóvil por un segundo. Dionisio estaba desnudo, con la camisa abierta, tumbado de lado, con la sábana apenas cubriéndole los muslos. Su miembro, suave pero grueso, reposaba expuesto, y sobre su vientre marcado se veían restos blanquecinos y secos de semen.

"Entonces si fue él al que me pareció ver espiandonos y terminó en ese estado?"—piensa al ver la botella vacía a su lado.

Lancelot tragó saliva con fuerza, sintiendo un calor incómodo subirle al rostro y al pecho. Era tan hermoso...lo encontraba más hermoso que su novia, tan hermoso como lo recordaba cuando se bañaban desnudos. Dejó la bandeja sobre la mesita de noche y se acercó con pasos suaves, no son antes de tomar una toalla húmeda del baño y limpió con cuidado los rastros, intentando no rozar demasiado su piel caliente.

Dionisio se removió, murmurando con voz ronca y adormilada.

—Lancelot… —abrió los ojos medio rojos, mirándolo con una mezcla de embriaguez, lujuria y dolor—. Si tú… si tú me hicieras lo que le hiciste a tu novia… ¿sentirías asco?

Lancelot se tensó, con la toalla aún en su vientre, mirándolo con sus ojos azules llenos de confusión y sorpresa.

—Patrón... creo que sigue borracho...yo... nunca lo he hecho con un chico. Yo solo lo he hecho con Teresa.

Dionisio soltó una risa amarga, con las mejillas sonrojadas y el cabello revuelto sobre la almohada.

—Te puedo enseñar… podemos aprender juntos, yo sería tu primera vez—susurró, su voz grave temblando de deseo—Seria algo especial entre tú y yo.

Hubo un silencio pesado en la habitación. Lancelot bajó la mirada, respiró profundamente y caminó hacia la puerta. Cerró con seguro, el clic resonando como un disparo en el cuarto silencioso.

—No siga, mejor vamos a duchar lo para que se le quite la resaca. Le traeré luego un caldo. No creo que tenga el estómago para desayunar pesado.

Volvió junto a él y se inclinó, levantándolo con facilidad en brazos. Dionisio rodeó su cuello con los brazos, sintiendo su calor, su olor a llovizna, su fuerza abrumadora.

—No me estás escuchando. Te deseo, maldita sea.

—Vamos… —dijo Lancelot con voz baja y seria—. Primero debe bañarse.

Entraron juntos al baño de madera. La bañera antigua fue llenada con agua tibia con esencias de eucalipto y menta. Lancelot lo desnudó por completo y se metió con él, aún con sus pantalones puestos, que pronto se mojaron y marcaron la forma dura de su erección contenida.

Dionisio lo miró con ojos vidriosos, apoyado contra su pecho ancho mientras el agua cubría sus cuerpos hasta la cintura. Sus piernas temblaban cuando Dionisio tomó el jabón líquido y lo vertió en sus dedos.

—Debo… debo aflojar primero… de lo contrario podría desgarrarse y eso no sería nada bueno—dijo con voz ronca, casi avergonzado.

Lancelot guía su mano para ayudarle a lavarse, al verlo tan torpe.

—Alguna vez… ¿te lo han hecho por detrás? ¿Justo aquí?—preguntó Lancelot, mirando su expresión, cuando introdujo un dedo.

Dionisio negó suavemente, mordiendo su labio inferior.

—Lo he intentado… pero nadie logra… levantarme. Ni las mujeres… ni nadie… —su voz se quebró, sus mejillas ardían—. Pero anoche… al verte… se me paró. Me masturbé… hasta venirme pensando en ti.

El corazón de Lancelot retumbó en su pecho como un potro desbocado. Tragó saliva, respiró profundamente, y comenzó a masajearlo suavemente con sus dedos enjabonados también, escuchando los jadeos suaves de Dionisio llenando la bañera.

Sus cuerpos se rozaban bajo el agua tibia. Sus respiraciones se mezclaban. Y en la mente de Dionisio solo había un pensamiento:

“Este potro… este potro será mío… aunque me cueste el alma…”

—Creo que ya estás listo. Pude meter tres dedos.

—Si... distente o me voy a correr.

La habitación estaba impregnada con el aroma del jabón de eucalipto y la humedad de sus cuerpos cuando salía de la bañera. Lancelot lo envolvió en una toalla gruesa y blanca, secándolo con cuidado, como si fuera de cristal. Dionisio temblaba levemente, pero no era de frío. Sus ojos estaban oscurecidos por el deseo y la necesidad.

—Ven… —susurró con voz grave, tomando la mano grande de Lancelot y guiándolo hacia la cama.

El colchón crujió bajo su peso. Dionisio se acomodó sobre las almohadas, con sus muslos abiertos, sus caderas arqueadas y su piel bronceada aún húmeda, brillando bajo la luz de la mañana.

Lancelot se quedó de pie frente a él, inmenso, con su torso ancho, sus hombros monumentales y su abdomen marcado cubierto de gotas de agua que resbalaban hasta su ombligo. Su ropa interior mojada marcaba con claridad su erección dura, gruesa, apuntando hacia arriba con una curva intimidante.

Dionisio tragó saliva al verla y su cuerpo reaccionó con un estremecimiento.

—Es… grande… —susurró con la voz rota por la excitación y el miedo.

Lancelot bajó la mirada, avergonzado y negó suavemente.

—Aún está a tiempo para retractarse, patrón… mejor debería descansar—su voz era ronca y temblorosa—. Puedo irme... y no hablar de esto nunca.

Dionisio alzó su rostro con una mano, acariciando su quijada, con sus ojos clavados en los suyos.

—Y tú… ¿no te vas a arrepentir? Tienes novia, Lancelot… —preguntó, su voz suave cargada de celos y un deje de dolor.

Lancelot lo miró con sus ojos azules, profundos y brillantes de deseo reprimido.

—Mi patrón está primero… siempre. Y debo obedecerlo… No me da asco verte ni tocarte. Además si usted no dice nada, ella no tiene porqué enterarse—dijo con un susurro que era casi un voto de lealtad ciega.

El corazón de Dionisio latió tan fuerte que le dolió el pecho. Se inclinó hacia la mesita de noche, abrió el cajón y sacó un frasco pequeño de aceite de coco.

—No tengo lubricante… usa esto… —dijo con voz temblorosa, entregándoselo.

Lancelot lo tomó con su mano enorme y vertió un poco entre sus dedos. Se arrodilló entre sus muslos abiertos, oliendo el aroma dulce del aceite mezclado con el perfume natural de Dionisio. Con movimientos suaves, comenzó a masajear su entrada, escuchando los suaves gemidos y jadeos que escapaban de los labios de su patrón.

—Te ves increíble.

—Tus dedos son increíbles.

—Tranquilo… tranquilo… no te vayas a correr trata de soportarlo—susurraba Lancelot, con su propia respiración agitada.

Dionisio arqueó su espalda, apretando las sábanas con fuerza mientras lo estiraba con cuidado un poco más. Lancelot se quita la ropa interior mojada. Cuando Lancelot se alzó sobre él, su virilidad dura y gruesa se apoyó sobre su entrada, caliente y palpitante.

—Es… muy grande… —jadeó Dionisio, con la voz quebrada por el miedo y la ansiedad—. Ve… ve suave… por favor.

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