55. EL PAGO QUEMA
JAIME
Cuando regresé a la mansión, la agitación no era por un baile ni por visitas ilustres: era por la mala salud del duque.
Pese a sus gritos y negativas, Cielo había hecho llamar al médico. Bien habría podido yo mismo ahorrarle la miseria por tanto improperio que salía de su boca solo porque no se cumplía su voluntad. Pero había demasiados testigos.
Me contaron —Camila, una de las criadas— que Cielo le escondió los habanos y quería obligarlo a beber infusiones calientes. El muy terco, entre ataques de tos y ahogos, pedía a gritos licor fuerte. "Eso es lo que toman los hombres", dijo. Patético.
El hijo menor y su esposa ya se habían instalado a la espera de noticias, lo que dificultaba acercarme a Cielo sin miradas ajenas. El médico llegó por fin y se encerró un buen rato con el duque. Cuando salió, se veía cansado.
—Debí darle algo para dormir —dijo—. Tiene neumonía. A su edad es casi imposible que se recupere.
El hijo apenas reaccionó. Su mujer, en cambio, no disimuló la preocupac