El cielo comenzaba a teñirse de tonos cobrizos cuando Drak se acercó a Elzareth, que se mantenía apartada del grupo, sentada sobre una piedra cubierta de musgo, contemplando el reflejo del sol en el río que bordeaba el sendero. Habían avanzado durante horas, pero el peso en su pecho era más denso que nunca. Las visiones seguían acosándola, los ecos de antiguas voces vibraban en su interior… y aunque su cuerpo sanaba, su alma parecía resquebrajarse.
Drak la observó en silencio durante un momento. La forma en que la brisa le revolvía el cabello dorado, la curva tensa de sus hombros, el gesto contenido de quien se acostumbra a luchar sin descanso. Y también… el leve temblor de su mano izquierda, que apenas podía percibirse.
—Te ves como si el mundo entero estuviera sobre tus hombros —dijo él al fin, acercándose.
—¿Y si lo está? —replicó ella, sin girarse.
—Entonces lo sostendremos juntos —respondió Drak, con voz grave.
Elzareth lo miró de reojo, alzando una ceja con gesto incrédulo.
—Ere