Drak avanzaba con paso firme entre la espesura, llevando aún a Elzareth en brazos, pero esta vez sin urgencia.
Se unieron finalmente al grupo de faes, al titán y a los aldeanos refugiados que esperaban en la bifurcación del río antiguo. Elzareth quiso caminar y se sostuvo como pudo, ocultando el temblor de sus manos al caminar junto al vampiro.
Drak fue claro. Explicó la situación, prometió amparo y respeto dentro de su reino. La decisión de acogerlos no era solo una promesa vacía, sino un acto de guerra: abrigar a una elegida implicaba desafiar a los cielos, al Vacío… y a quienes la quisieran para sí.
La mayoría de los aldeanos aceptaron. No tenían otro refugio, y aunque temían a los vampiros, temían más al olvido. A la aniquilación.
Elzareth, mientras tanto, comenzó a experimentar algo más inquietante. Las visiones se intensificaban. No solo sueños ni ecos, sino voces en plena vigilia. Sentía que sus pies tocaban raíces invisibles, que la magia de la Tierra la llamaba, como si una c