El aire en la cámara subterránea era denso, cargado de humedad y aromas desconocidos para Adelia. Después de escuchar las palabras de aquel hombre llamado Efraín, un escalofrío le recorrió la espalda. Sentía su cuerpo tenso, y su corazón latía tan fuerte que temía que todos en el lugar pudieran oírlo.
Entonces, de forma inesperada, la puerta se abrió bruscamente. Una mujer de una belleza etérea entró con paso firme y rostro severo. Su cabello era de un rubio cenizo que caía en cascada por su espalda, y sus ojos verdes brillaban como esmeraldas talladas en luz de luna. Llevaba un vestido de tonos verdes y blancos que parecía fundirse con el entorno natural de la caverna. Su ceño fruncido estaba dirigido directamente a Efraín.
—¡¿Qué demonios has hecho ahora, Efraín?! —espetó la mujer con tono de autoridad.
Efraín ladeó la cabeza con su sonrisa ladeada y desquiciada aún en los labios, pero no dijo nada.
—¿Así es como querías presentarnos? ¿Con mentiras y cadenas? ¡Esto no es lo que había