El camino hasta la ciudad de las ninfas fue un trayecto silencioso para Adelia. Aunque caminaba rodeada por seres mágicos, liderados por Alba y Efraín, no sentía más que un vacío incómodo en su pecho. Su magia aún no regresaba y cada intento de convocarla solo le devolvía la amarga realidad: seguía bloqueada. Por mucho que intentara mostrarse firme, por dentro era un torbellino de incertidumbre. El suelo por donde avanzaban era suave, hecho de piedra cubierta por raíces y flores vivas que se abrían a su paso, como si saludaran a quienes caminaban por el sendero sagrado.

Cuando finalmente cruzaron un arco natural formado por ramas entrelazadas, el mundo cambió. Una ciudad subterránea se extendía ante ellos, bañada por una luz dorada que no tenía fuente visible. El aire era más cálido, impregnado por un aroma dulce a tierra húmeda, savia y flores. Las construcciones eran diferentes a todo lo que Adelia conocía: estaban hechas de roca viva, esculpidas con un arte que desafiaba lo natural,