El amanecer se filtraba entre las rendijas de la ventana como un intruso silencioso. Observé los rayos de luz dibujando patrones en el suelo polvoriento de nuestra habitación temporal, un apartamento destartalado en las afueras de Estambul. Hacía tres días que habíamos llegado aquí, tres días de planificación meticulosa, de memorizar mapas, de estudiar patrones de seguridad. Tres días de sentir que la muerte nos respiraba en la nuca.
Marcus dormía en el sofá, su respiración acompasada contrastaba con la tensión que emanaba incluso en reposo. Su cuerpo, entrenado para despertar ante el menor sonido, parecía un arma en pausa. Me acerqué a la ventana, cuidando de no ser vista desde el exterior, y contemplé la ciudad que se extendía ante mí, hermosa e indiferente a nuestro drama.
—Deberías descansar —la voz de Marcus me sobresaltó. No había escuchado cuando se despertó.
—No puedo —respondí sin apartar la mirada del horizonte—. Cada vez que cierro los ojos veo todas las formas en que esto