CAPÍTULO 42: EL FILO DEL DESEO
Elena
Cuando volvemos de la feria, los mellizos caen rendidos antes incluso de que pueda cambiarles la ropa. Apenas tocan la almohada y ya respiran profundo, pesados, con el cuerpo todavía impregnado de azúcar y risas. A Lía le aliso el flequillo húmedo de sudor; a Nico le acomodo el dinosaurio bajo el brazo. La respiración de ambos se empareja en un ronroneo suave que me devuelve el pulso al sitio.
Cierro la puerta con cuidado, conteniendo el aire como si temiera romper la paz de ese cuarto. Me giro y Jacob sigue ahí, recargado en la pared del pasillo, con las manos hundidas en los bolsillos, la espalda recta y el gesto fijo en algo que no sé si es paciencia o puro control.
—Ya están dormidos —digo bajito, como si tuviera que justificar por qué sigo aquí.
Asiente una vez, pero no se mueve. La luz del descansillo lo recorta en sombras. Lo odio por saber llenar los espacios.
—Te acompaño abajo —añado, más brusca—. Quiero asegurarme de que te vayas.
Bajamo