Mundo ficciónIniciar sesiónLluvia González ha vivido toda su vida bajo el brillo de las cámaras y el peso de las expectativas. Mitad indígena venezolana, mitad española, su belleza y carisma la han convertido en un rostro amado… y vigilado por la opinión pública. Pero la noche previa a su boda perfecta, un giro inesperado pone su mundo patas arriba. En un intento desesperado por huir de la traición, se cruza con Mario Casablanca, un magnético empresario madrileño con el que comparte una noche que nunca estuvo en sus planes… y que desencadenará una serie de mentiras imposibles de controlar. Enviada a España para proteger las apariencias, Lluvia se ve atrapada entre las rígidas tradiciones de su comunidad, el acoso de la prensa y la presencia arrolladora de un hombre que no olvida fácilmente. Pero cuanto más tiempo pasa junto a él, más difícil resulta distinguir si lo que los une es una farsa… o una pasión demasiado real para negarla.
Leer másLluvia Gonzales estaba en el auge de su carrera.
A sus veinticinco años había ganado la corona regional del reinado de belleza en su ciudad natal, Maracaibo, y se había consagrado como una auténtica estrella de televisión y prensa en el occidente de Venezuela. Era conocida como la Reina Guajira, heredera del orgullo de una de las etnias más emblemáticas del país.
Los talk shows se la disputaban para entrevistarla; recibía invitaciones constantes para audicionar en telenovelas y, en varias ocasiones, había sido elegida para entonar el himno nacional en eventos deportivos de gran envergadura.
Dinero, fama y amor: Lluvia lo tenía todo.
Estaba comprometida con José Montiel, un prestigioso presentador de televisión. Eran la pareja perfecta: admirados por su talento y belleza, inseparables en las portadas de las revistas del corazón. Durante su año de relación habían ganado todavía más notoriedad, con contratos conjuntos y apariciones públicas semanales que mantenían a los paparazzi siempre al acecho.
En septiembre, al inicio de la primavera, una revista los consagró como el romance del momento. En portada, una fotografía arrebatadora de Lluvia: alta, de curvas elegantes, piel bronceada y luminosa, cabello negro y liso que caía hasta la cintura. Sus ojos rasgados tenían un brillo felino capaz de atrapar a cualquiera, y en su mentón lucía un lunar perfecto que era ya su marca personal. La sonrisa, amplia y coqueta, hacía juego con el vestido de novia que llevaba: blanco, impoluto, casi virginal. Bajo la imagen, en letras grandes:
«La boda primaveral del año: Lluvia Gonzales y José Montiel se casan».
Desde fuera, todo parecía perfecto… o casi.
Las pruebas del vestido estaban en su fase final. Lluvia luciría una manta guajira blanca, cubierta de lentejuelas y diseños que evocaban su cultura. El tocado, a juego, era igual de tradicional. Sonreía radiante, con las mejillas encendidas, mientras giraba para mostrarse ante sus hermanas y su madre.
—Estás preciosa, mi niña —dijo su madre, una mujer elegante, de porte señorial. Los Gonzales siempre habían vivido holgadamente gracias a las empresas familiares, ajenas al mundo de los medios.
—Gracias, mamá —respondió la pelinegra con una sonrisa tan amplia que nadie habría dudado de su felicidad.
—Hemos organizado un almuerzo para después de esto —añadió su progenitora con un brillo pícaro en los ojos—. Y, si quieres que te diga la verdad… también es tu despedida de soltera sorpresa.
La sonrisa de Lluvia se apagó poco a poco.
—Pero os dije que no quería ninguna despedida de soltera. Hoy tengo planes, mamá. Me caso en menos de cuarenta y ocho horas y le he preparado una sorpresa a José.
—¿Sorpresa? ¿De qué me hablas? —preguntó la mujer mientras su hija salía del vestidor, ahora con un vaquero ajustado, una blusa de tirantes blanca y tacones. Incluso en sencillez, Lluvia resultaba deslumbrante.
—No, mamá, no es lo que piensas —dijo con un deje divertido. Para una mujer indígena como ella, la virginidad era sagrada, y José, perfecto caballero, jamás le había propuesto nada indecoroso—. Solo he organizado un pequeño almuerzo para los dos en su piso. Últimamente, con tantas presentaciones y ruedas de prensa, apenas hemos tenido tiempo para nosotros.
—Os vais a casar, ya habrá tiempo de sobra —replicó su madre, con tono más de orden que de consejo. Nunca aceptaba un “no” por respuesta.
—Déjala, mamá —intervino Sol, la hermana mayor—. Es normal que quiera pasar un rato con él antes de la boda. Mañana estará ocupada todo el día. Ya nos apañaremos nosotras para su despedida.
Sol no era solo su hermana, sino también su representante. Había heredado de su madre los rasgos españoles: castaña clara, ojos color miel, alta y elegante, aunque alejada de los cánones caribeños. Su belleza tenía otro tipo de encanto, y su carrera siempre había estado tras las cámaras.
La señora Gonzales lanzó un suspiro de rendición.
—Que no se diga que no te lo advertí, Lluvia. Despreciar los planes de la familia siempre trae consecuencias.
—Madre, tú eres Alijuna, no es parte de ninguna tradición —rió la joven. Su madre, a veces, se apropiaba de la cultura de su marido cuando le convenía.
Con un gesto teatral, la mujer puso los ojos en blanco y se marchó con Sol, dejando a Lluvia libre para continuar con su plan.
***
Ese mismo día, la futura novia fue al supermercado y compró una botella de champán, fresas bañadas en chocolate helado y encargó que enviaran la comida favorita de José a su apartamento en el centro de la ciudad. Estaba feliz; al día siguiente su vida daría un giro definitivo. Dejaría de ser Lluvia Gonzales para convertirse en Lluvia de Montiel. Incluso consideraba tomarse un descanso de su carrera artística para dedicarse por completo a ser la esposa que, según ella, José merecía.
Al llegar al lujoso edificio, entregó su coche al aparcacoches y se dirigió sin demora al ascensor. Su corazón latía con la misma fuerza que aquella primera vez que José la había besado en una alfombra roja: un beso de ensueño que la había dejado temblando.
Con manos nerviosas, presionó el botón del último piso. Gracias a la complicidad del administrador —fan confeso de Lluvia— había conseguido una tarjeta para acceder al penthouse. La deslizó frente a la cerradura electrónica y la puerta se abrió sin resistencia.
Dentro, todo estaba en penumbra, iluminado apenas por una luz tenue. Desde la habitación de José llegaba una música suave. Seguramente él estaría allí, relajándose, como acostumbraba a hacer. Lluvia se quitó los tacones en la entrada para no hacer ruido y caminó de puntillas hasta la cocina. Preparó una cubitera con hielo para enfriar el champán y dispuso las fresas en un plato de porcelana blanca, cuidando cada detalle para que la escena fuera perfecta.
Con la emoción a flor de piel, avanzó por el pasillo. En su mente se imaginaba la secuencia: abrir la puerta, ver la sorpresa en su rostro, lanzarse sobre él en la cama y besarlo, no como en las fotos para la prensa, sino un beso real, de telenovela, capaz de decir sin palabras cuánto lo amaba y lo deseaba.
Pero al abrir la puerta…
—¡Sí… ah! —la voz de José, jadeante, ni siquiera se detuvo al notar su presencia.
La escena la dejó paralizada en el umbral.
Él estaba completamente desnudo, empujando con fuerza rítmica a Pedro… su hermanastro. Hijo de un matrimonio anterior del padre de José, sin lazos de sangre, pero hermano a ojos del mundo.
—¡Mierda! —exclamó Pedro, apartando la vista al verla.
José abrió los ojos como platos y, sin pensarlo, la empujó con brusquedad fuera de la habitación, cerrando la puerta de golpe. Lluvia cayó al suelo; el golpe seco de su cabeza contra la pared no le dolió tanto como lo que acababa de presenciar. Su mente apenas podía procesarlo: José, su José, el hombre con el que iba a casarse, la estaba engañando… y con su propio hermanastro.
El ruido de la habitación se volvió lejano, como si todo sucediera bajo el agua. Apenas distinguía los gritos furiosos de José pidiéndole explicaciones por llegar sin avisar. Se llevó la mano a la cabeza y notó sangre; aquello hizo que Pedro se alarmara.
—Hay que llevarla al hospital —dijo, acercándose.
—¡No! —respondió José de inmediato—. Si salimos, en dos minutos estaremos rodeados de paparazzi. ¿Qué se supone que les diga?
—No podemos dejarla así, José, está herida.
—¡Maldita sea, Pedro! Estoy intentando pensar…
Lluvia se puso en pie, tambaleante, y lo miró como nunca antes: con puro desprecio.
—¿Desde cuándo? —preguntó, con la voz rota. Ante su silencio, gritó—: ¡Desde cuándo me estás engañando!
—Cálmate, no tienes que gritar, te lo explicaremos todo…
—¡Tú cállate, Pedro! —lo cortó—. ¿No os dais cuenta de lo asqueroso que es todo esto? ¡Sois hermanos!
—Hermanastros —corrigió José con frialdad—. No te hagas la inocente, Lluvia. ¿O acaso no escuchaste los rumores sobre mi homosexualidad?
Claro que los había oído, pero siempre creyó que eran inventos. Se iban a casar. Se amaban. Y ella pensaba que él la deseaba como un hombre desea a una mujer.
—No te atrevas a culparme de esto —replicó con las lágrimas cayendo sin freno.
—Pues es la verdad. No te deseo, Lluvia. Nunca lo hice.
Aquello dolió más que una puñalada directa al corazón. En un segundo, todo lo que creía seguro se vino abajo: amor, confianza, futuro. Todo era mentira.
Actuando por puro instinto, le lanzó un derechazo al rostro. El golpe hizo que José retrocediera, llevándose la mano al ojo, enrojecido por el impacto.
—¿Estás loca? —se quejó, pero ella no le respondió. Salió corriendo, sin rumbo.
—¡Ve tras ella, idiota! —le gritó José a Pedro, que intentó alcanzarla, pero no pudo. Lluvia ya se había marchado.
Había escapado a casa de sus padres, donde aún vivía. Se lamentaba de no haberse mudado antes a un piso propio; nunca creyó que lo necesitaría. Se suponía que se casaría con José y que juntos tendrían una vida feliz. Ese había sido siempre el objetivo.Encerrada en su habitación, todavía con el vestido de novia puesto, liberó toda la tristeza y frustración en un mar de lágrimas. En cierto modo agradecía no haber comprado un móvil nuevo: así evitaba la tortura de ver fotos de una felicidad que ahora sabía falsa.Afuera, más allá de las rejas de la mansión, se oían los gritos de los reporteros, como carroñeros esperando a que abandonara su refugio para devorar lo que quedaba de ella. Estaba perdida, desolada, sin esperanza alguna.—¡Lluvia! —la voz de su padre retumbó hasta su habitación, recordándole que todavía debía enfrentarse a la manada de hienas que compartían su techo—. Baja ahora mismo.Respiró hondo, secó sus lágrimas y, desoyendo a su padre, entró en el baño privado. Se quitó
La sesión de maquillaje y peinado con Elvis había salido impecable. Lluvia lucía deslumbrante con su vestido de novia blanco, adaptado a las tradiciones de su etnia. Sus labios pintados de carmesí resaltaban un rostro perfecto e iluminado. Pero le faltaba el accesorio más importante: su sonrisa.No era una novia feliz, estaba rota. Traicionada por José, sí… pero sobre todo por su propio padre. El hombre que había sido su héroe y protector, ahora se revelaba como su verdugo.—Estás preciosa —Sol entró en el vestidor con una sonrisa tímida, aunque en sus ojos se adivinaba la duda. ¿Debía mostrarse alegre sabiendo que su hermana sufría?—¿Tú lo sabías? —preguntó Lluvia con voz quebrada, la mirada fija en ella como quien ya lo ha perdido todo.—¿Que José te fuese infiel? No, claro que no… Jamás pensé que…—No hablo de eso. Hablo del acuerdo con papá. ¿Lo sabías, Sol? —su voz sonaba cargada de impotencia.La mayor titubeó, bajó la mirada incapaz de sostenerle los ojos, y en ese instante Ll
El sol atravesaba los amplios ventanales de la suite, bañando con su luz el cuerpo de Lluvia, que yacía en la enorme cama, sola. La claridad comenzó a molestarle en los ojos, obligándola a abrirlos lentamente. Al principio, todo era una neblina. Se estiró perezosamente antes de incorporarse.Un dolor de cabeza punzante le nublaba los pensamientos. No tardó en notar que no estaba en su habitación.Los recuerdos llegaron, difusos y cortantes, uno tras otro. Había estado bebiendo; lo áspero de su garganta lo confirmaba. Intentó toser y sintió que necesitaba agua con urgencia. Miró alrededor y vio, sobre la mesilla de noche, una botella y un analgésico. Los tomó sin pensarlo: cualquier cosa que la ayudase con aquella jaqueca era bienvenida.Más recuerdos comenzaron a encajar en su mente. Notó que tenía el torso desnudo, pero no recordaba por qué. Solo un nombre se repetía en su cabeza: Mario Casablanca.Entonces cayó en algo:¿Dónde estaba Mario?La suite estaba en silencio, sin rastro de
Él la cargó desde la recepción hasta su suite en el último piso del hotel Maruma, el más lujoso de la ciudad, con una vista que dominaba la piscina iluminada.Desde que habían entrado al ascensor, sus labios no se habían separado. Al llegar, la depositó en la cama y comenzó a despojarse del saco y la camisa, dejando que ella se deleitara con sus pectorales apenas salpicados por un rastro de vello, su abdomen definido y esos brazos fuertes, masculinos, que le despertaban un deseo voraz. Lluvia quería que la abrazara… y la poseyera.—Quítate la ropa —le pidió él, subiendo a la cama con ella. Quería observarla, tocarla, saborearla… y ella no perdió la oportunidad.Tal vez era el alcohol, pero la vergüenza parecía haberse evaporado. Con movimientos torpes, se quitó la blusa; no llevaba sujetador, y sus senos firmes quedaron al descubierto como dos melones bronceados que Mario contempló con hambre.—¿Te gusta? —preguntó ella con una sonrisa mareada, acercándose para besarlo y morderle el l
La noche continuó entre copas y coqueteos inocentes, hasta que, sin que Lluvia se diera cuenta, el reloj marcó la medianoche.—Me temo que tenemos que cerrar —anunció Joel, acercándose al único par de clientes en el lugar—. Señorita Lluvia, ¿quiere que le pidamos un taxi?Ella le dedicó una sonrisa amplia. Por el leve sonrojo y la mirada vidriosa, era evidente que iba bastante alegre.—Traje mi coche, Joel, no te preocupes —respondió con voz algo pastosa. Mario tuvo que contener una carcajada.—Pero señorita, en ese estado no puede conducir.—¿En qué… hip… estado? —preguntó entre hipidos, incorporándose con un movimiento torpe. Mario se levantó al instante.—Creo que esto ha sido culpa mía —se colocó junto a ella para evitar que se desplomara, pasándole un brazo firme por la cintura. Joel no sabía si intervenir o no ante semejante escena—. Yo me encargo de llevar a la señorita Lluvia a su casa.—Pero…—No se preocupe, amigo, la cuidaré bien —dijo Mario, sacando la cartera con la mano
Al salir del ascensor, todo parecía turbio y borroso. La impotencia gobernaba su mirada mientras, con paso decidido, cruzaba la recepción del lujoso edificio y salía por la puerta con la cabeza en alto. Ni siquiera se molestó en despedirse del administrador; solo subió a su coche y condujo por las calles de Maracaibo bajo el férreo sol de la tarde.No tenía un rumbo en mente, pero ir a la casa de sus padres no era una opción. No quería ver a nadie, no quería que nadie le preguntara nada… porque sabía que, si lo hacían, lo revelaría todo. Le diría al mundo el farsante que había tenido como pareja durante un año entero.Al pensar en el tiempo que habían compartido, se rompió. Destrozada, con lágrimas de luto, aparcó el coche bajo la sombra de un frondoso árbol y empezó a maldecir, encerrada, con las ventanas subidas, para que nadie oyera sus alaridos de leona herida.No supo cuánto tiempo estuvo así, pero el sol ya se había retirado, dando paso al crepúsculo que aguardaba la llegada de





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