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Capítulo 4 - La mentira

El sol atravesaba los amplios ventanales de la suite, bañando con su luz el cuerpo de Lluvia, que yacía en la enorme cama, sola. La claridad comenzó a molestarle en los ojos, obligándola a abrirlos lentamente. Al principio, todo era una neblina. Se estiró perezosamente antes de incorporarse.

Un dolor de cabeza punzante le nublaba los pensamientos. No tardó en notar que no estaba en su habitación.

Los recuerdos llegaron, difusos y cortantes, uno tras otro. Había estado bebiendo; lo áspero de su garganta lo confirmaba. Intentó toser y sintió que necesitaba agua con urgencia. Miró alrededor y vio, sobre la mesilla de noche, una botella y un analgésico. Los tomó sin pensarlo: cualquier cosa que la ayudase con aquella jaqueca era bienvenida.

Más recuerdos comenzaron a encajar en su mente. Notó que tenía el torso desnudo, pero no recordaba por qué. Solo un nombre se repetía en su cabeza: Mario Casablanca.

Entonces cayó en algo:

¿Dónde estaba Mario?

La suite estaba en silencio, sin rastro de él. La almohada del otro lado de la cama estaba intacta, como si nunca hubiese dormido allí.

Recordó fugazmente su voz grave, el modo en que la miraba con esos ojos oscuros y serenos, y cómo su presencia imponía sin necesidad de levantar la voz. Guapo era poco; tenía esa clase de atractivo que no se desgasta con el tiempo, la seguridad de quien sabe exactamente quién es.

La memoria le devolvió la verdad de la noche anterior: no habían ido más allá de unos besos intensos y alguna que otra caricia descarada, interrumpida por su borrachera y la firme decisión de él de no aprovecharse de la situación.

Por un momento, el corazón le dio un salto… y lo odió un poco por no estar ahí ahora.

Sacudió la cabeza, intentando apartar la imagen de Mario de su mente. Tenía problemas más urgentes que resolver.

—Joder… —murmuró para sí.

¿Había dormido con ese hombre?

No, no podía ser… Pero si lo había hecho, ¿qué pensaría José? Él era su prometido.

Y entonces, como un fogonazo, llegó el recuerdo más nítido: José, su prometido, embistiendo sin pudor a Pedro, su hermanastro.

La rabia le volvió a quemar por dentro. Se levantó de la cama y se metió en la ducha. Tenía que aclararse las ideas. Hoy, se suponía, sería su boda.

Tras un baño largo y silencioso, llamó a recepción y pidió un taxi a la casa de sus padres, también solicitó que enviaran una grúa al gallego a por su coche. Estaba decidida: no se casaría. Durante el trayecto, ensayó mentalmente cómo les daría la noticia.

—¡Lluvia! —su madre salió a recibirla, visiblemente preocupada. La abrazó y besó en ambas mejillas—. Hija, ¿dónde estabas? Nos tenías con el alma en vilo, a tu padre y a mí. José nos llamó diciendo que habíais discutido y que te fuiste de su piso. ¿Qué ha pasado?

Así que el traidor ya había dado su versión… y, por lo visto, no había contado toda la verdad. Era evidente que su madre seguía en preparativos: llevaba el peinado armado con horquillas y rulos, para que aguantara hasta la ceremonia, y el maquillaje a medio terminar.

—Déjala, mamá. Tenemos que darnos prisa si queremos que esté lista —intervino Sol, con un auricular bluetooth en la oreja, en modo jefa de operaciones—. Lluvia, ¿alguien de la prensa te ha visto?

—No… —respondió ella, con una voz apagada, incapaz de asumir la alegría fingida que la rodeaba—. Necesito hablar con vosotras.

—No hay tiempo para eso —insistió Sol—. Elvis ya te espera con las peluqueras. Corre.

—No, esperad… Es urgente. ¡No me voy a casar!

El silencio se apoderó de la mansión de los Gonzales. Madre e hija mayor se miraron, petrificadas. Sol apagó el auricular y se acercó a su hermana, rodeándola por los hombros.

—¿Qué ha pasado, Lluvia? —preguntó con auténtica preocupación, mirándola con esos ojos claros que la diferenciaban de sus otras dos hermanas.

—Hijas… —la voz grave del señor Gonzales resonó en el recibidor. El hombre, de cabello completamente blanco y rasgos marcadamente indígenas, luchaba con el nudo de su corbata—. ¿Podéis ayudarme? —aún ajeno a la tensión en el ambiente.

—Querido, Lluvia dice que no quiere casarse… —explicó la madre.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó, soltando la corbata—. Lluvia, ¿dónde estabas?

—Papá… —ella se quebró al verlo y corrió a abrazarlo. Él había sido siempre quien más la había protegido. Debía medir sus palabras, o sería capaz de presentarse en casa de José para matarlo—. Lo siento… Sé que hoy debía ser un día feliz, pero… —se aclaró la garganta—. Ayer descubrí que José me estaba engañando.

La noticia cayó como un jarro de agua helada. Todos palidecieron, incluso el señor Gonzales, cuya piel morena parecía imposible de descolorar.

—Hija… —dijo él, apartándole un mechón de la cara—. Siento mucho que lo hayas descubierto así… pero tienes que casarte, sí o sí.

—¿Qué? —Lluvia lo miró sin dar crédito, apartándose de su abrazo para buscar en su madre alguna explicación, pero ella solo negó en silencio, colocándose al lado de su marido. El suelo pareció hundirse bajo sus pies, y Sol tuvo que sostenerla para que no se derrumbara.

—Sol, dile a Elvis que Lluvia estará con él en un minuto —ordenó su madre.

—Pero, madre… no podemos obligarla —protestó Sol.

—Haz lo que dice tu madre —la cortó tajante el señor Gonzales. Ella apretó los labios, impotente, y pidió a uno de los empleados que trajera una silla para su hermana.

—N… No entiendo. ¿Cómo que tengo que casarme? ¡Os estoy diciendo que ese cabrón me ha engañado, papá! Y con otro hombre —sus manos temblaban, intentando sostener una voz firme que se le quebraba a ratos.

—No hables así delante de tu madre, Lluvia.

—Déjala que se desahogue, así irá más tranquila al altar —comentó la mujer, como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Qué estáis diciendo? ¡No voy a casarme con José! ¿No habéis escuchado que me está poniendo los cuernos?

—¿Y qué? —su madre la miró con calma inquietante—. Los hombres de hoy en día son así… Míralo como una ventaja: ya lo sabes, puedes aprender a manejarlo e incluso buscarte tu propio amante si te apetece.

—Mamá… ¿pero qué dices? ¿Cómo puedes hablar así, tan tranquila? ¡Eso va contra todo lo que nos inculcasteis!

—Ya eres adulta, Lluvia. Es hora de que sepas que el matrimonio tiene sus subidas y bajadas —su padre parecía incómodo, como si quisiera estar en cualquier otro lugar.

—¿Queréis decir que vosotros…? —su voz se cortó. Se llevó las manos a la boca, ahogando un grito. Toda la imagen del “matrimonio perfecto” de sus padres se vino abajo de golpe.

—Lluvia, tu boda con José es importante —intervino su madre con tono frío—. Unir nuestro patrimonio al suyo supondría un aumento sustancial en nuestras finanzas. No es solo un evento social, es un acuerdo empresarial.

El señor Gonzales se acercó a su hija, pero no como padre… sino como un hombre de negocios.

—¿A qué te refieres con “acuerdo empresarial”? —preguntó ella, sintiendo que cada palabra era un puñal.

—Querido, no… —intentó frenarlo su esposa.

—Debe saberlo, o no seguirá adelante —replicó él, apartando la mirada de su mujer para clavarla en Lluvia con frialdad—. José me propuso algo que no podía rechazar: los rumores sobre su homosexualidad estaban dañando su imagen, así que me ofreció unir nuestras empresas a cambio de la mano de una de mis hijas.

El corazón de Lluvia se encogió, aunque ya casi no quedaba nada que romper. Sí, en la época colonial —y aún hoy, en algunas familias con raíces indígenas— era costumbre intercambiar matrimonios por tierras o ganado. Pero ellos… ellos siempre habían sido ricos. Jamás imaginó que su propia familia pactaría algo así.

—¿Así que lo sabíais? ¿Que él no me amaba? ¿Que se estaba acostando con su hermanastro?

La cara de su madre se tensó de indignación, como si eso último sí fuera noticia para ella. Pero su padre… ni un parpadeo.

—Ese detalle no me importa —dijo él con desdén—. Lo que sí es un hecho es que esa boda se va a celebrar. ¡Es una orden, joder!

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