Había escapado a casa de sus padres, donde aún vivía. Se lamentaba de no haberse mudado antes a un piso propio; nunca creyó que lo necesitaría. Se suponía que se casaría con José y que juntos tendrían una vida feliz. Ese había sido siempre el objetivo.
Encerrada en su habitación, todavía con el vestido de novia puesto, liberó toda la tristeza y frustración en un mar de lágrimas. En cierto modo agradecía no haber comprado un móvil nuevo: así evitaba la tortura de ver fotos de una felicidad que ahora sabía falsa.
Afuera, más allá de las rejas de la mansión, se oían los gritos de los reporteros, como carroñeros esperando a que abandonara su refugio para devorar lo que quedaba de ella. Estaba perdida, desolada, sin esperanza alguna.
—¡Lluvia! —la voz de su padre retumbó hasta su habitación, recordándole que todavía debía enfrentarse a la manada de hienas que compartían su techo—. Baja ahora mismo.
Respiró hondo, secó sus lágrimas y, desoyendo a su padre, entró en el baño privado. Se quitó