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Capítulo 1 - Un extraño en el bar

Al salir del ascensor, todo parecía turbio y borroso. La impotencia gobernaba su mirada mientras, con paso decidido, cruzaba la recepción del lujoso edificio y salía por la puerta con la cabeza en alto. Ni siquiera se molestó en despedirse del administrador; solo subió a su coche y condujo por las calles de Maracaibo bajo el férreo sol de la tarde.

No tenía un rumbo en mente, pero ir a la casa de sus padres no era una opción. No quería ver a nadie, no quería que nadie le preguntara nada… porque sabía que, si lo hacían, lo revelaría todo. Le diría al mundo el farsante que había tenido como pareja durante un año entero.

Al pensar en el tiempo que habían compartido, se rompió. Destrozada, con lágrimas de luto, aparcó el coche bajo la sombra de un frondoso árbol y empezó a maldecir, encerrada, con las ventanas subidas, para que nadie oyera sus alaridos de leona herida.

No supo cuánto tiempo estuvo así, pero el sol ya se había retirado, dando paso al crepúsculo que aguardaba la llegada de la luna. Encendió de nuevo el vehículo y condujo hacia el único lugar donde sabía que tendría privacidad.

El Gallego era un bar de primera del cual sus padres eran socios. Con las gafas de sol que siempre guardaba en la guantera, se recogió el cabello en una coleta alta y entró por la puerta trasera, la que usaba el personal de servicio. Al verla, todos los meseros y ayudantes de cocina se sorprendieron.

—Señorita Lluvia —corrió a recibirla el jefe de meseros. Ella intentó esbozar una pequeña sonrisa.

—Joel, por favor, no quiero que nadie sepa que estoy aquí —pidió en voz baja, con amabilidad.

Joel la miró con extrañeza. Nunca le había hecho una petición así. Lluvia miró el reloj de su muñeca: las ocho de la noche. Supuso que, para ese momento, ya tendría llamadas de sus padres preguntando dónde estaba, pero al deslizar por la pantalla de su reloj inteligente no encontró nada. Era lógico que pensaran que seguía en el piso de José.

El solo recordar su nombre le provocó un golpe seco en el pecho.

—¿Quiere que llame a alguien para que venga por usted? —preguntó Joel, preocupado por su aspecto desaliñado, tan distinto a su imagen siempre impecable.

—No, por favor. No pasen llamadas, quiero total discreción.

Se quitó el reloj, sacó su celular del bolsillo y, sin pensarlo dos veces, lo lanzó al fregadero lleno de agua enjabonada y platos sucios.

—No lo saquen de ahí, necesita limpiarse un poco —bromeó con ironía antes de dirigirse hacia la puerta de la cocina.

—Pero señorita, debe saber algo antes… —intentó advertirle Joel, pero ella ya había cruzado al bar.

El lugar estaba desértico, algo extraño para un viernes por la noche, aunque la pelinegra no lo notó. Se sentó frente a la barra y llamó la atención del bartender.

—Señorita Lluvia —el hombre se sorprendió al verla en ese estado, igual que todos.

—No digas nada. Estoy bien… pero quiero estar mejor. Sírveme un whisky, seco.

El empleado obedeció y ella lo bebió de un trago, pidiendo otro.

—Mejor deja la botella —dijo una voz grave a su espalda. Una voz masculina que la obligó a girarse. —Buenas noches.

El hombre que vio estaba impecablemente vestido con un traje azul y una camisa blanca desabotonada hasta el inicio del abdomen, dejando a la vista la firmeza de sus pectorales. Sus ojos se quedaron allí más tiempo del adecuado, hasta que él le sonrió y tomó asiento a su lado.

—Mis ojos están aquí, señorita — bromeó, tomando su mentón con delicadeza para que lo mirara.

Ella se encontró con unos ojos celestes, tan claros y profundos como una laguna encantada, mientras que él se perdió en unos ojos marrón oscuro que parecían negros, guardando secretos que lo tentaban a descubrir.

—Cómo se atreve —no estaba lo suficientemente ebria para permitir que un desconocido la tocara, e intentó abofetearlo. Pero él le sujetó el brazo antes de que pudiera hacerlo.

—Disculpe mi atrevimiento, pero no creo que merezca un golpe —su acento madrileño llenó sus sentidos. Se sonrojó por su reacción y giró el rostro para evitar mirarlo, liberándose de su agarre.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—No estoy de humor para responder nada, señor.

—Puedo notarlo —él tomó la botella, le sirvió otro whisky y se sirvió a sí mismo—. Sin embargo, me temo que voy a hacerla de todas formas.

Lluvia no podía creer que alguien fuera tan cínico como para quedarse donde no era bienvenido. Volvió a mirarlo y, a la luz tenue del bar, notó que ese hombre tenía un aire misterioso y seductor. Inesperadamente, se preguntó cómo sería la textura de su barba rubia perfectamente cuidada. Al darse cuenta de sus propios pensamientos incoherentes, bebió de un trago el whisky que él le había servido.

Para despejar la mente, pensó.

—Pregunte —dijo finalmente, mientras se servía otro vaso. Ya estaba allí… ¿qué más daba?

—¿No cree que bebe usted muy aprisa?

—¿Esa es su pregunta, señor? —levantó una ceja, y él sonrió ante aquel gesto como si lo hubiera estado esperando.

—No. No era esa la pregunta que tenía en mente.

—Entonces no la responderé, ya que gastaría la única respuesta que pienso concederle.

—¿Está jugando conmigo, señorita? —saboreó su labio inferior con una picardía deliberada. La estaba midiendo… y disfrutando de aquella inesperada compañía.

Lluvia, con su piel dorada iluminada por la tenue luz del bar, siguió con los ojos el movimiento de su boca. No era inocente, aunque sí inexperta; sabía perfectamente cuándo tenía la atención de un hombre. Antes de José había recibido muchas propuestas —de noviazgo y de una sola noche—, todas rechazadas. Hoy, le pesaba.

Se permitió ser coqueta. ¿Quién la juzgaría después de todo? Y si alguien lo hacía, tenía la excusa perfecta: su prometido se estaba acostando con su cuñado.

—Esa es otra pregunta que supongo no era la que tenía en mente… así que tampoco la responderé —dijo, girándose en la silla y cruzando una de sus largas piernas con un movimiento que atrajo la mirada del rubio de ojos celestes—. ¿Seguiremos jugando al gato y al ratón, o se atreverá a preguntarme lo que en realidad quiere?

—Vale… nunca me negaría ante la petición de una mujer tan guapa como usted —sus ojos la recorrieron sin disimulo—. Dígame, ¿qué hace aquí? Y sí, esa es la pregunta.

—¿A qué se refiere? —esperaba otra cosa… cualquier cosa menos eso, y la dejó fuera de base.

—Verá… hoy alquilé este lugar solo para mí. Se suponía que no habría nadie más que yo y el personal. Y, por su porte y por cómo va vestida, dudo que haya lavado un plato en su vida.

—Oh… eso —arqueó una ceja con una sonrisa leve—. Disculpe, no lo sabía. Pero si ese es el caso, me retiro.

Se llevó el cuarto vaso de whisky de la noche a los labios y lo vació de un trago. Luego se levantó, sintiendo el suelo moverse apenas bajo sus pies. No estaba acostumbrada al alcohol, y menos a uno tan fuerte.

—Buenas noches.

Esperó un segundo antes de dar el primer paso, pero él extendió un brazo y la tomó de la muñeca. No fue un agarre brusco, pero sí lo bastante firme como para detenerla.

Sus manos eran grandes, rodeaban su muñeca por completo. Lluvia bajó la vista y notó la fina capa de vello rubio iluminada por la luz cálida del bar.

—No hace falta que se vaya. Usted no es Cenicienta y yo no soy un príncipe encantador… pero si la dejo ir sin saber su nombre, me veré obligado a buscarla. Y no quiero eso.

—¿En serio pretende que le diga mi nombre a un completo desconocido?

—Mi nombre es Mario. Mario Casablanca. Ahora la única desconocida es usted.

Lluvia sonrió ante su descaro y volvió a sentarse a su lado. Extendió la mano, delicada pero segura, para estrechar la suya.

—Lluvia González. Un placer conocerlo.

—Por supuesto… siempre es un placer conocerme.

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