Brazada. Respiración. Patada.
El agua se cerraba detrás de mí con cada movimiento. Vuelta tras vuelta, sin detenerme, hasta que los pulmones ardían y las articulaciones crujían como bisagras viejas. La piscina parecía infinita esa noche; o tal vez era yo el que se negaba a salir.
El corazón bombeaba en mis oídos. El cloro me quemaba los ojos. Nada más importaba que el agua y mi cuerpo atravesándola a la fuerza. Eso… y el vacío en la cabeza que intentaba mantener intacto.
Entre burbujas se coló la imagen: el desgraciado besaba a Felicia, y ella allí, quieta, aceptándolo. Ese segundo maldito se estiró como una eternidad.
El aire se me atascó en los pulmones. Grité. Golpeé el agua. Las ondas me devolvieron la rabia.
—¡Maldito imbécil!
—¡Guau! —la voz de Ricky me atravesó como un puñal. Salté en el agua, torpe.
Estaba sentado en una tumbona, medio escondido entre sombras, con un vaso en la mano que brillaba bajo la luz tenue. Vestía casual, como si acabara de llegar.
—¿Qué carajo…? ¿Tú qu