El cielo se cerró temprano aquella tarde.
Desde las ventanas del edificio, los relámpagos iluminaban por segundos las calles vacías, mientras el sonido del trueno hacía vibrar los cristales.
Era uno de esos días en los que todo parece detenerse… menos los pensamientos.
Rocío revisaba los últimos informes del mes, intentando distraerse con números y proyecciones, pero la concentración le resultaba imposible.
Cada línea que leía se disolvía entre imágenes de la mañana, del cruce de miradas con Edrián, del esfuerzo constante por fingir normalidad.
Suspiró y se reclinó en la silla, cerrando los ojos.
El silencio de la oficina solo se rompía por el golpeteo de la lluvia.
De pronto, escuchó pasos acercándose.
Reconoció ese ritmo sin mirar.
—Pensé que ya te habías ido —dijo, sin abrir los ojos.
—No podía —respondió Edrián desde la puerta, con la voz baja, rasgada—. No así. No después de hoy.
Rocío lo miró. Estaba empapado, con la camisa pegada al cuerpo y los ojos cargados de tormenta.
—¿Viniste caminando bajo la lluvia?
—Necesitaba pensar. Pero mientras más pensaba, más terminaba aquí.
Ella se levantó despacio.
—Edrián… no hagas esto.
—¿Hacer qué? ¿Decirte la verdad? ¿Decirte que no puedo seguir fingiendo que no te busco incluso cuando cierro los ojos?
El corazón de Rocío dio un salto.
Su respiración se volvió corta, pero mantuvo la compostura.
—No puedes decirme eso —susurró—. No ahora. No así.
Él dio un paso más, acercándose hasta quedar frente a ella.
—He intentado todo —continuó—. He intentado amar a quien debo, cumplir lo que esperan de mí, y aun así... sigo volviendo a ti.
—Eso no cambia nada —replicó ella con voz temblorosa—. Tu vida está hecha, Edrián. No puedes derrumbarla solo porque el pasado toca a la puerta.
—¿Y si el pasado no es pasado? —dijo él—. ¿Y si nunca dejó de ser presente, Rocío?
Ella apartó la mirada, conteniendo las lágrimas.
El trueno estalló afuera, y por un instante, el reflejo de un rayo iluminó sus rostros.
Eran dos almas atrapadas entre la razón y el deseo, luchando contra algo que los superaba.
—No es justo —murmuró ella—. No después de todo lo que pasamos.
—No, no lo es —admitió él—. Pero tampoco lo es vivir con la sensación de que mi vida no empezó hasta volver a verte.
Rocío dio un paso atrás, buscando distancia, pero la pared detuvo su escape.
Edrián se acercó un poco más, sin tocarla, solo mirándola, con ese fuego contenido que la hacía temblar.
La lluvia golpeaba los ventanales con furia.
—¿Por qué regresaste, Rocío? —preguntó él, con un hilo de voz.
—Porque era mi lugar —respondió ella—. Porque mi padre necesitaba apoyo… y porque pensé que ya te había olvidado.
—¿Y lo hiciste? —preguntó él.
Ella lo miró fijamente, y en ese instante no hubo espacio para mentiras.
—No —susurró—. Pero aprendí a vivir sin ti.
El silencio fue insoportable.
Edrián respiró hondo y apoyó la frente contra la de ella, sin atreverse a tocarla más.
—Yo no —confesó.
El sonido de la lluvia se hizo más fuerte, como si el mundo contuviera el aliento junto a ellos.
Rocío cerró los ojos, dejando que una lágrima se mezclara con las gotas que él traía del aguacero.
—Esto no debería estar pasando —dijo ella.
—Pero pasa —respondió él—. Y negar lo que sentimos no lo hace menos real.
Por un instante, todo se detuvo.
Las manos de Edrián temblaron al rozar las de ella.
Y aunque el beso no llegó, la tensión fue tan profunda que ambos sintieron que algo se rompía y algo nuevo nacía al mismo tiempo.
Finalmente, Rocío dio un paso atrás, recuperando el control.
—Vete, Edrián —pidió, con voz suave pero firme—. Antes de que la tormenta deje de ser solo afuera.
Él la miró, derrotado, y asintió.
—Está bien. Pero prométeme algo.
—¿Qué cosa?
—Que si algún día dejo de tener miedo… me dejarás encontrarte.
Rocío no respondió. Solo lo miró irse, con el alma ardiendo bajo la lluvia.
Cuando la puerta se cerró, la tormenta estalló en toda su fuerza.
Rocío apoyó la mano en el vidrio, viendo cómo las gotas corrían como lágrimas sobre la ciudad.
Y entendió que había una batalla que ya había perdido: la del corazón.
Porque hay amores que ni la distancia ni el tiempo pueden apagar… solo aprenden a esperar.