La mañana amaneció con ese aire de calma que antecede a una tormenta.
El fin de semana había sido largo, lleno de pensamientos cruzados y silencios imposibles.
Rocío intentó convencerse de que todo lo sucedido en el restaurante había sido solo una coincidencia, un simple recordatorio de que el pasado no desaparece, solo aprende a esconderse mejor.
Pero al llegar a la oficina, su certeza empezó a tambalear.
Edrián ya estaba allí, revisando documentos frente al ventanal.
El sol bañaba la sala de reuniones y su silueta se recortaba contra la luz.
Cuando la vio entrar, sus ojos se iluminaron de un modo que no logró disimular.
—Buenos días —saludó ella con serenidad, dejando una carpeta sobre la mesa.
—Buenos días… —respondió él, con la voz más baja de lo habitual—. ¿Descansaste?
Rocío asintió con una sonrisa educada, aunque sabía perfectamente que él buscaba algo más en esa respuesta.
—Sí, lo necesario para empezar la semana con energía. Tenemos una agenda cargada, así que será mejor concentrarnos.
Edrián asintió, pero no podía evitar seguirla con la mirada mientras ella hablaba con el equipo.
Había algo en su voz, en la seguridad con la que se movía, que lo desconcertaba.
Era la misma mujer que recordaba de la universidad, pero ahora más madura, más consciente de su poder.
Y él, el hombre que había jurado tener todo bajo control, sentía cómo ese control se desmoronaba un poco más cada día.
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A media mañana, durante una pausa, la tensión se volvió casi palpable.
Ambos coincidieron en la sala de café, solos.
Rocío se sirvió un espresso y él se apoyó en el mostrador junto a ella, demasiado cerca.
—No debimos encontrarnos aquella noche —murmuró Edrián.
Ella lo miró sin apartarse.
—Fue una coincidencia, nada más.
—Las coincidencias no duelen, Rocío —replicó él, con una intensidad que la obligó a desviar la mirada—. Y esto… esto duele.
El silencio los envolvió por unos segundos.
Ella respiró hondo y se mantuvo firme.
—Edrián, hay líneas que no deben cruzarse —dijo finalmente—. No porque no quieras hacerlo, sino porque sabes lo que perderías si lo haces.
Él bajó la cabeza.
—Ya lo perdí una vez.
—Y lo que perdiste te llevó hasta donde estás ahora. No repitas el error.
El sonido del teléfono de ella los interrumpió.
Rocío aprovechó para salir de la sala.
Edrián se quedó allí, con las manos temblando, sintiendo el peso de cada palabra.
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A la hora del almuerzo, un murmullo recorrió la oficina: Sofía estaba allí.
Había llegado sin avisar, con su elegancia habitual y una sonrisa estudiada.
Traía flores y un par de cajas de pasteles para “endulzar el día del equipo”.
Pero todos sabían que no era cortesía, sino inspección.
—Edrián —dijo ella al entrar en su oficina—, pensé que sería una sorpresa agradable.
—Claro, siempre lo es —respondió él, intentando mantener la calma.
Sofía miró alrededor, evaluando cada detalle.
Y entonces vio a Rocío al otro lado del cristal, coordinando con un grupo de analistas.
—¿Es ella la famosa Rocío Villanova de la que tanto hablan? —preguntó con tono suave pero venenoso.
—Es una de las directoras más competentes que tenemos —respondió Edrián, midiendo cada palabra.
Ella sonrió.
—Entonces preséntamela. Sería un placer conocerla.
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Cuando cruzaron el pasillo, Rocío levantó la vista y se encontró con ellos.
Sabía perfectamente quién era Sofía, pero no mostró sorpresa.
Al contrario, dio un paso al frente con la elegancia de quien no tiene nada que esconder.
—Señora Montes —dijo antes de que Edrián hablara—, es un gusto conocerla al fin. He escuchado mucho sobre usted.
Sofía, un poco descolocada por la iniciativa, respondió con una sonrisa tensa.
—El gusto es mío, Rocío. Mi esposo me ha hablado de su profesionalismo.
—Espero que solo cosas buenas —dijo ella con amabilidad—. En esta empresa el trabajo en equipo es lo más importante.
Edrián observaba en silencio.
Rocío mantenía la compostura impecable, pero sus ojos no mentían: había en ellos una mezcla de orgullo y desafío.
—Deberíamos almorzar juntas algún día —sugirió Sofía, en un intento de marcar territorio.
—Por supuesto —respondió Rocío sin titubear—. Aunque quizás sea mejor que coordine con Edrián, él conoce mejor mi agenda.
El comentario, educado pero firme, dejó a Sofía sin réplica.
Rocío entonces se giró hacia Edrián con naturalidad.
—Por cierto, ¿por qué no me había presentado antes a su esposa? —preguntó, sonriendo—. Siempre es bueno conocer a la familia de los socios.
El golpe fue sutil, pero certero.
Sofía entendió perfectamente el mensaje: Rocío no era una amenaza, pero tampoco una sombra que se dejara pisar.
Edrián apenas logró articular un “no se había dado la ocasión”, mientras ambas mujeres se despedían con cortesía.
Sofía se marchó del edificio con la sensación de que había perdido una batalla invisible.
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Horas después, cuando todos se habían ido, Edrián se acercó al despacho de Rocío.
Ella estaba guardando unos documentos.
—Gracias —murmuró él desde la puerta.
—¿Por qué? —preguntó ella sin levantar la vista.
—Por no dejar que ella… nos hiciera daño.
Rocío lo miró y suspiró.
—No le des tanto poder, Edrián. A veces, lo más fuerte que puedes hacer es mantenerte en pie cuando otros quieren verte caer.
Él se acercó un paso más, incapaz de resistirse.
—¿Y tú cómo haces para mantenerte tan firme?
—Porque sé lo que vale mi paz —respondió ella—. Y porque sé que, si la pierdo… no la recuperaré contigo.
Esa frase quedó suspendida en el aire como una herida abierta.
Edrián la miró, queriendo decir mil cosas, pero no dijo ninguna.
Rocío volvió la vista a sus papeles y agregó, en un susurro:
—La distancia también quema, Edrián… pero a veces es lo único que puede salvarnos.
Y sin mirarlo otra vez, salió de la oficina, dejando tras de sí el eco de una verdad que dolía más que cualquier beso prohibido.