Valeria permaneció en silencio, con la cabeza apoyada en su pecho.
El ritmo pausado del corazón de Noah la arrullaba, como si el mundo al fin se hubiera detenido.
No sabía cuánto tiempo pasó así, ni le importaba. Solo sentía el calor de su piel, el peso de su brazo protegiéndola, el olor a lluvia que se colaba por la ventana entreabierta.
Pero cuando cerró los ojos, algo dentro de ella se movió.
Ese miedo que siempre había sentido, que la había sacado de control y que había encerrado con llave en un lugar muy profundo en su interior.
Una lágrima se deslizó por su mejilla.
Noah, medio dormido, lo notó enseguida.
—¿Qué pasa? —preguntó con la voz ronca, acariciándole la mejilla.
Ella negó, intentando sonreír, pero otra lágrima cayó.
—Valeria… —susurró él, incorporándose un poco—. Háblame.
Ella tragó saliva. El corazón le latía tan fuerte que le temblaban los labios.
Había pasado años escondiendo aquello. Años ocultándolo de todos. Ni siquiera su madre se había enterado. Nadie.
Pero ahí,