—¡Maldita sea! — gruñó Noah, golpeando la cama con el puño.
El colchón débil apenas absorbió el impacto. Se sentía como si lo hubieran encerrado en una celda, reducido a una existencia insignificante.
La frustración lo devoraba por dentro. Él no era de los que se escondían, pero la traición y la amenaza lo habían acorralado. No era solo la Interpol, ni los criminales, ni Angélica… era la impotencia de no poder arreglar lo que le había hecho a Valeria.
Ni siquiera le importaba si los hombres que lo perseguían lo encontraran. Que lo hicieran. Ya no le quedaba nada que perder.
Pensó en Valeria. En la forma en que su voz se había quebrado. En los ojos llenos de dolor que lo miraron en la calle. Un puñal de culpa le retorció las entrañas.
Él hubiera querido ser el hombre que la protegería de todo lo que la había herido en el pasado. Y en cambio, la había destruido. Él, que era inocente de los crímenes que le imputaban en Italia, era culpable de algo peor: de haberle roto el corazón a la