El silencio en la cabaña era denso, como si el aire supiera lo que estaba por ocurrir.
Elira se miraba las manos temblorosas. Sus dedos ardían, su piel cambiaba de tono a ratos, como si algo debajo de ella intentara emerger. Un temblor leve recorrió su espalda. El calor que había sentido aquella noche en el bosque no la había abandonado desde entonces. Era como si una brasa ardiera dentro de su pecho, palpitando con cada emoción intensa.
Aidan la observaba desde la distancia. No era miedo lo que se reflejaba en sus ojos, sino una angustia muda. Él lo sentía también: algo estaba despertando en ella, algo que no podía ser contenido con palabras suaves o miradas comprensivas.
—No me mires así —susurró ella, su voz cargada de una dureza que no era suya.
—¿Cómo quieres que te mire? —respondió él, acercándose un paso—. Estás cambiando, Elira. No puedes negarlo. Pero no tienes que hacerlo sola.
Ella cerró los ojos con fuerza. No quería oír eso. No quería escuchar comprensión, ni cariño. Porq