Las horas se habían vuelto pesadas. No era el cansancio común de un día difícil, sino una fatiga que se hundía en mis huesos, como si algo estuviera absorbiendo lo que soy, deshilando mi esencia desde dentro. Cada paso, cada respiración, se sentía como si alguien más la reclamara.
Esa noche, mientras intentaba dormir, no llegó el descanso… sino ella.
La voz, suave pero cargada de un eco antinatural, vibró en mi mente.
—Eres mía… siempre lo has sido.
Abrí los ojos de golpe. La habitación estaba oscura, pero no silenciosa. El latido de mi corazón era como un tambor acelerado, y con cada golpe, sentía que algo respondía dentro de mí, algo que no era mío.
De pronto, la temperatura del cuarto descendió, mi aliento se convirtió en vapor, y mis manos comenzaron a arder. Me incorporé, tratando de recuperar el control, pero una corriente de energía negra, líquida y espesa, comenzó a deslizarse por mis venas como fuego frío.
—No… —murmuré, llevándome las manos al pecho—. No puedes…
Pero sí podí