La aldea aún dormía cuando Ailén abandonó su habitación, envuelta en un silencio denso que parecía contener la respiración misma del mundo. Apenas despuntaba el alba, y el cielo tenía ese tono opaco, entre ceniza y rosa, que precede a los días inciertos.
No sabía exactamente hacia dónde ir. Solo sentía un llamado interior, como un eco que se repetía dentro de ella: un susurro de ramas, un zumbido de agua corriendo bajo tierra, el batir de alas invisibles. Todo parecía arrastrarla a buscar respuestas, a entender el poder que crecía en su interior con una ferocidad casi salvaje.
Desde que comenzaron los episodios —sueños proféticos, ráfagas de energía que se desataban sin previo aviso, visiones que no podía controlar—, Ailén había dejado de sentirse segura incluso consigo misma. No era solo miedo, era la sensación de estar compartiendo su cuerpo con algo más, una conciencia antigua, una voluntad dormida que ahora comenzaba a despertar.
Lo que no imaginaba era que ese poder no solo la es