El galope disminuyó hasta que los caballos apenas caminaban. El desierto, inmenso y silencioso, parecía tragarse el eco de la batalla que habían dejado atrás. La luna seguía alta, bañando de plata las dunas.
Eva respiraba con dificultad, aferrando la carpeta como si fuera una extensión de su propio cuerpo. Miraba una y otra vez hacia atrás, esperando ver a Mateo surgir de entre las sombras. Pero no aparecía.
—Tiene que estar cerca —dijo Marina, la voz rota por el cansancio—. No pudo haberse quedado atrás.
Luca mantenía la mirada fija en el horizonte, sin apartar la mano del rifle.
—No fue un accidente.
Eva giró hacia él, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué estás diciendo?
—Que desapareció justo cuando más lo necesitábamos. No hubo disparos, no hubo señales de lucha. Simplemente se desvaneció. Eso no es quedarse rezagado. Eso es largarse.
Marina sacudió la cabeza, sollozando.
—¡No! Él nos salvó en la emboscada del desfiladero, fue quien señaló el derrumbe. No puede habernos traicionado.
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