El galope retumbaba en las dunas como un tambor de guerra. Santiago se deslizaba cada vez más en la silla, los brazos colgando como si fueran de trapo. Marina gritaba desesperada, intentando sujetarlo, pero era imposible mantener el equilibrio a esa velocidad.
—¡Luca! —clamó Eva, con la voz rota.
Él lanzó una maldición y levantó la mano.
—¡Alto! ¡Nos detendremos aquí!
Los caballos se frenaron en seco, levantando una nube de arena. Eva bajó de un salto, casi cayendo de rodillas. Corrió hacia Marina, ayudándola a sostener a Santiago, que tenía el rostro cubierto de sudor y los labios agrietados.
—Está ardiendo —susurró Eva, tocándole la frente. El joven estaba inconsciente, respirando con dificultad.
—Necesita agua, necesita… —Marina sollozaba, desbordada—. No puedo perderlo, Eva, no puedo.
Eva apretó la carpeta contra su costado y sintió que el peso era insoportable. Como si sostuviera en sus manos la vida o la muerte de todos.
El rugido de motores rompió la frágil pausa. Camionetas de