El rugido de los motores retumbaba en el horizonte, rompiendo la calma frágil de la cueva. Eva se levantó de golpe, aún con la manta resbalando de sus hombros. Sus manos temblaban al apretar la carpeta contra el pecho.
—Nos encontraron otra vez —murmuró, con la voz ahogada.
Mateo, que vigilaba la entrada, se giró con el ceño fruncido.
—No vienen despacio. Avanzan con todo.
Marina despertó de golpe, abrazando a Santiago. El joven deliraba, su piel ardía de fiebre.
—No podemos seguir corriendo así —dijo, con lágrimas en los ojos—. ¡Él no aguanta otro escape!
Luca se puso de pie, el rifle colgado del hombro. Sus ojos ardían, cansados pero implacables.
—Si nos quedamos, nos matan a todos.
Eva sintió un nudo en la garganta. Miró a Marina, luego a Santiago, y supo que tenía razón: ni un segundo más en la cueva.
Salieron al aire helado de la noche. El desierto estaba iluminado por una luna inmensa, que bañaba de plata la arena y las rocas. A lo lejos, luces danzaban: las camionetas del Conta