CAPITULO 47

El amanecer los encontró tambaleándose entre las dunas, con la piel agrietada por el viento seco y los labios partidos de sed. La figura del pueblo apareció en el horizonte como un espejismo: casas bajas de adobe, techos de lámina que brillaban con la primera luz, un par de torres de iglesia que se alzaban sobre las calles polvorientas.

Eva sintió que las piernas le flaqueaban. Marina sostenía a Santiago, que apenas podía respirar, mientras Mateo cargaba parte de su peso. Luca, siempre en alerta, avanzaba delante, con el rifle oculto bajo la chaqueta.

—Si alguien aquí trabaja para él, lo sabremos pronto —murmuró, sin dejar de vigilar.

Eva apretó la carpeta contra su pecho, cubierta con un pañuelo viejo. Cada vez que pensaba en entrar a un lugar habitado con ella en brazos, sentía que llevaba dinamita encendida.

El pueblo parecía dormido. Apenas un par de burros atados en la plaza, y algunas mujeres barriendo frente a sus casas. Pero las miradas que les lanzaron eran largas, cargadas d
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