El cuarto estaba en penumbras, iluminado apenas por la llama temblorosa de un candil. Marina dormía profundamente junto a Santiago, agotada por la fiebre de su hermano. Mateo vigilaba en silencio desde la puerta, como una sombra inmóvil.
En la otra cama, Eva y Luca se fundían en un universo propio, ajeno al mundo que los cazaba.
Luca la había recostado con cuidado, como si temiera que el peso de sus manos la rompiera. Pero cuando los labios de Eva buscaron los suyos, todo rastro de contención se esfumó.
El beso fue profundo, húmedo, cargado de una necesidad feroz. Sus cuerpos se apretaron hasta no dejar espacio entre ellos. Eva gimió suavemente al sentir la dureza de su pecho contra el suyo, la fuerza contenida en sus brazos.
—No puedo esperar más —susurró, con la voz quebrada.
Luca rozó su rostro con los labios, bajando por su cuello con besos ardientes que le arrancaron un jadeo.
—Tampoco yo.
Sus manos recorrieron la tela de su blusa, deslizándola hacia arriba. Eva levantó los brazo