La noche cayó sobre el desierto como un manto absoluto. No había luna, y las estrellas, aunque incontables, apenas iluminaban el horizonte. Cada paso era incierto, cada sombra podía ser un enemigo.
Eva caminaba con la carpeta contra el pecho, los dedos entumecidos por el frío que ahora reemplazaba al calor sofocante del día. Marina se apoyaba en su brazo, exhausta. Santiago cojeaba detrás, con la venda empapada en sangre. Luca cerraba la marcha, el rifle siempre listo, los ojos recorriendo la oscuridad como un depredador.
El silencio era engañoso. El viento silbaba entre las dunas, pero Eva sentía que alguien más respiraba allí afuera. Como si El Contador estuviera en todas partes, invisible, esperando el momento oportuno.
—No podemos seguir toda la noche —susurró Marina, con la voz quebrada—. No aguanto más.
Eva se detuvo, mirándola con ternura.
—Lo sé, pero si descansamos ahora nos alcanzan. Solo un poco más.
Encontraron refugio en una grieta de roca que se abría como la boca de un