El amanecer bañaba el desierto con tonos dorados y rojos cuando el grupo se puso en marcha de nuevo. Mateo caminaba delante, apoyándose en un bastón improvisado. La manta gris que lo cubría lo hacía parecer parte de la arena misma, como si hubiera nacido de aquel suelo hostil.
Eva no dejaba de observarlo. Había algo en su andar cansado, en los surcos de su rostro, que hablaba de años de lucha y derrota. Y sin embargo, en sus ojos había un brillo extraño, una chispa que la inquietaba tanto como la atraía.
Luca no apartaba la mano de su rifle. Cada pocos pasos lanzaba una mirada de advertencia a Mateo, como si quisiera recordarle que cualquier movimiento sospechoso sería su último.
Marina, en cambio, parecía fascinada. Caminaba junto a Eva, susurrándole:
—¿De verdad crees que él es ese periodista del que habló Miguel?
Eva tragó saliva.
—No lo sé. Pero habla como alguien que ha visto demasiado.
Al caer la tarde, encontraron un refugio en una hondonada rodeada de piedras altas. Allí encen