El amanecer sobre el desierto no trajo calma, sino un cansancio insoportable. El aire aún olía a humo y pólvora, recuerdo de la explosión que había destrozado el campamento del Comandante. Eva caminaba con la mochila pegada al pecho, el corazón latiendo como un tambor.
Luca avanzaba a su lado, siempre alerta, la pistola en la mano. Marina tropezaba a cada paso, con los ojos hinchados de tanto llorar. Santiago cerraba la marcha, silencioso, su mirada fija en el horizonte como si midiera cada metro del terreno.
El sol apenas asomaba y ya sentían el calor ardiendo sobre sus cabezas. El silencio del desierto parecía más hostil que nunca.
Eva rompió el mutismo.
—No podemos seguir así. Si no encontramos sombra o agua pronto, Marina no resistirá.
—Lo sé —respondió Luca, observando a la muchacha tambaleante. Luego miró a Santiago—. ¿Cuál es el plan?
Santiago se detuvo, sacando un mapa arrugado de su chaqueta. Lo extendió sobre una roca, señalando con el dedo una zona marcada en rojo.
—Aquí. U