La noche cayó sobre el campamento con un silencio extraño, apenas roto por el crepitar de fogatas y el murmullo de radios encubiertos. El desierto, bajo las estrellas, parecía un lugar ajeno al mundo, como si todo lo que ocurría allí no existiera en ningún mapa oficial.
Eva no podía apartar la vista de la carpeta, ahora en su regazo. Cada vez que los ojos del Comandante se posaban sobre ella, sentía como si una serpiente aguardara el momento exacto para atacar.
Marina estaba sentada a su lado, abrazando las rodillas. Sus ojos reflejaban un miedo más profundo que el cansancio físico: el miedo a descubrir que el infierno no tenía salida.
Santiago se mantenía apartado, conversando en voz baja con dos de los paramilitares. Eva lo observaba con creciente inquietud. Parecía cómodo, demasiado cómodo, como si estuviera en terreno familiar.
Finalmente, rompió el silencio.
—Dime la verdad, Santiago. ¿Quiénes son ustedes?
Él se giró lentamente, clavando en ella una mirada cargada de sombras.
—So