El aire en el túnel era sofocante. La oscuridad parecía cerrarse sobre ellos con cada paso. Las voces se hacían más claras: hombres conversando, el eco metálico de armas que chocaban, y un olor inconfundible a gasolina y sudor.
Luca se agachó, dejando a Marina apoyada contra la pared. Sus ojos la recorrieron con preocupación: estaba pálida, pero aún respiraba. Luego miró a Eva.
—Quédate con ella. Voy a ver qué hay adelante.
—No —susurró Eva, con el corazón acelerado—. No vayas solo.
Santiago ya había cargado su rifle.
—Yo voy primero. Sé cómo se mueven estas ratas.
Luca lo fulminó con la mirada.
—¿Y si son tus amigos otra vez?
Santiago no respondió. Solo avanzó, con pasos silenciosos, como si el túnel le perteneciera. Luca lo siguió, y Eva, incapaz de quedarse quieta, fue detrás.
Avanzaron unos metros hasta que la penumbra se abrió en una bóveda más amplia. Allí, varias linternas colgadas en ganchos iluminaban un campamento subterráneo. Había cajas con armas, bidones de combustible y