Me puse de pie con dificultad, con una mano en la cadera. Caminé hacia la sala.
Y ahí estaba.
Natasha.
Vestía de negro, como siempre. Lentes oscuros en el escote, labios rojo vino, perfume embriagador. Una aparición elegante, ensayada.
—Hola, Aleksander —dijo con voz dulce. Después, me vio a mí—. Hemy.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Aleksander, cortante.
—No es una escena de celos, si eso pensaban —dijo, alzando las manos con gracia teatral—. Solo quiero hablar.
—No tienes nada que hablar aquí —respondí sin rodeos.
—Creo que sí —replicó, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Es sobre lo que viene. Sobre lo que están por enfrentar.
Aleksander cerró la puerta sin invitarla a pasar. Natasha seguía de pie en el pasillo del edificio, como si supiera que esa conversación solo podía darse desde la frontera.
—Tengo algo que decir y lo haré. No vine a destruir nada. Vine a dejar algo claro.
—Tienes tres minutos —dijo él.
—Sé que me odiarán por esto —empezó Natasha, cruzando los brazos—. Per