Despertamos con la luz del amanecer filtrándose por las cortinas. El silencio de la casa ahora era distinto, como si se hubiera purificado. Me sentía liviana, serena, abrazada al pecho cálido de Aleksander. Dormía profundamente, su brazo rodeando mi cintura como si, incluso inconsciente, supiera que no quería soltarme.
Sonreí, me permití acariciar su mandíbula y observar cada línea de su rostro. Era hermoso, sí, pero no era eso lo que más me cautivaba de él. Era su forma de mirarme como si yo fuera la única mujer sobre la faz de la Tierra, incluso después de verme en mis días más rotos.
Deslicé mis dedos entre los suyos. Él los apretó suavemente, sin abrir los ojos.
—¿Estás despierto? —pregunté en un susurro.
—Desde que entraste anoche al cuarto —respondió con voz ronca—. Pensé que estaba soñando.
—¿Y ahora?
Abrió los ojos, mirándome con la calma de alguien que ya no necesita correr.
—Ahora solo quiero vivir en este sueño contigo.
Nos besamos con una sonrisa perezosa, de esas que no n