Ya con las cosas listas, me despedí de mi madre con los ojos llenos de lágrimas.
—Te llamo desde el hospital en cuanto podamos —le prometí.
—No importa si tardas. Solo recuerda: tú puedes. Tu cuerpo sabe cómo hacerlo. Tu bebé confía en ti. Y yo también.
—Te amo, mamá.
—Y yo a ti, más de lo que puedes imaginar.
Corté la llamada con las manos temblorosas. Aleksander me ayudó a abrochar el abrigo. Me miró a los ojos.
—¿Lista?
—No.
—¿Vamos igual?
—Vamos.
Me besó con ternura. Largo. Como si ese beso llevara todos los nervios, todos los miedos, todas las promesas.
Y mientras bajábamos en el ascensor, sentí que, aunque todo en mi vida estaba por cambiar, una cosa seguía firme: no estaba sola.
Porque éramos tres.
Porque el amor —de madre a hija, de pareja a pareja, de mujer a su futuro— estaba en movimiento.
Y ya venía en camino.
Las luces blancas del hospital eran más frías que el aire de la madrugada. El olor a desinfectante me golpeó con fuerza apenas entramos, como si mi cuerpo entendiera