La luz suave del amanecer acariciaba la habitación. Un viento leve movía las cortinas, y en ese silencio lleno de paz, solo se escuchaban los sonidos delicados de la succión constante de Aaron, alimentándose en mi pecho.
Él estaba cálido, acurrucado contra mí como un pequeño koala, con una mano regordeta apoyada sobre mi piel, como si no quisiera que me moviera nunca más. Yo lo observaba con ternura, sintiendo el amor en forma líquida, ese que parecía brotar de mí en todos los sentidos.
Tenía los ojos medio cerrados, embelesado, y en cada pausa de su toma, emitía un suspiro profundo, como si en mis brazos no existiera ninguna preocupación. Y ahí, mirándolo así, tan indefenso y perfecto, recordé por qué me lancé a todo esto. Por qué seguía intentándolo.
Sostenía la agenda con la mano libre, tratando de organizar los pasos de la receta que debía presentar en televisión, pero las letras se veían borrosas.
No por el sueño.
Ni por la falta de tiempo.
Sino por el síndrome del impostor que m