VENTICINCO

La casa estaba en silencio.

Aaron dormía plácidamente desde hacía un par de horas. Por primera vez en semanas, mi pecho no estaba oprimido, ni mi mente saturada de pensamientos. Aleksander no había intentado forzar ningún gesto desde aquella noche entre rosas. Había estado presente, atento, amoroso… y paciente.

Eso era lo que más me desarmaba: su paciencia.

Ya no buscaba convencerme con palabras, sino con actos.

Pequeños.

Constantes.

Reales.

Y esta noche, algo en mí se aflojaba.

Salí de la ducha envuelta en una bata de algodón y cabello húmedo. Me asomé a la habitación: Aleksander estaba allí, recostado en la cama, leyendo uno de los cuentos que él mismo había comprado para Aaron. Llevaba una camiseta blanca y pantalones de pijama de algodón. Sencillo. Cálido.

Me vio entrar y su mirada se detuvo en la mía.

No dijo nada.

Solo me esperó.

Me acerqué. Me senté en el borde de la cama, justo frente a él.

El libro quedó sobre la mesa de noche.

Sus ojos buscaban los míos con esa mezcla de des
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