VEINTICUATRO

Aaron lloró desde la cuna, como si sintiera la energía que se había instalado en la habitación.

Fui hacia él y lo tomé en brazos, intentando que mi rabia no se filtrara por la piel. Lo acuné con fuerza, casi como si él pudiera contenerme a mí.

—No está bien… —murmuré—. Esto no está bien, Aaron. Algo está cambiando. Y no sé si tengo la fuerza para detenerlo.

Las lágrimas bajaron sin aviso. No era solo dolor. Era la traición silenciosa.

No necesitaba verlo besándola para saber que algo entre ellos aún existía…

Porque lo que se esconde duele más que lo que se dice en voz alta.

Aleksander no llegó esa noche.

Y por primera vez desde que Aaron nació, no me sentí en pareja.

Me sentí sola.

Peor aún: me sentí reemplazable.

La puerta se abrió con lentitud.

El sonido del pestillo resonó en la casa como un disparo sordo. Yo ya lo había escuchado desde el pasillo, el eco de sus pasos acercándose. Pero no me moví.

Aaron dormía. Mi corazón no.

Aleksander entró, dejando las llaves sobre la repisa. Su
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