La casa estaba en silencio. Por primera vez en todo el día.
Aaron dormía plácidamente en mi pecho, con su boquita apenas abierta y la respiración acompasada como un susurro de mar. El comedor estaba desordenado, el sofá lleno de pañales arrugados y gasas, pero yo solo veía ese cuerpecito tibio, anclado al mío como si aún fuésemos uno.
Estábamos sentados en la mecedora junto a la ventana. Afuera, la tarde caía con una luz dorada que se colaba por las cortinas. Aleksander había salido un momento a la tienda, y yo había aprovechado para quedarme en ese rincón, con Aaron en mis brazos, amamantándolo con calma.
Lo miraba. Lo olía. Lo sentía.
Y no entendía cómo algo tan diminuto podía hacerme sentir tan completa… y a veces tan frágil.
—Te amo —le susurré—. Aunque a veces tenga miedo de no hacerlo bien.
Aaron soltó el pezón y me miró con esos ojos oscuros, curiosos, aún medio nublados por la recién llegada a este mundo. Me acarició el pecho con una de sus manitos y luego suspiró… como si dij