Mundo ficciónIniciar sesiónDoctora Invisible “Firmamos un contrato. Él no me vio… hasta que me fui con su hijo” SOFÍA ROJAS sacrificó su corazón por un contrato: casarse con Adrián Castell para financiar su investigación médica. Tres años después, es una cirujana brillante pero invisible en su propio matrimonio, testigo silenciosa del amor que él reserva a otra mujer. Cuando descubre que está embarazada de Adrián, la noticia coincide con dos revelaciones devastadoras: su bebé podría nacer con ceguera, y su marido solo la busca para salvar su imperio corporativo. Sofía deberá elegir entre el deber que la ata a un apellido vacío y la huida hacia una vida donde su talento, su dolor y su maternidad sean por fin visibles. Una historia sobre las cicatrices del amor no correspondido y el coraje de renacer cuando todo lo que creías estable se desmorona.
Leer más.Capítulo 1 – Esa mirada no era para mí
El reloj marcaba las 3:17 de la madrugada cuando Sofía Rojas se quitó los guantes al salir del quirófano ,otro turno terminado. Se quitó el sudor, y la gorra que dejaba escapar varios mechones que se pegaban a su frente húmeda. Tenía el rostro pálido, las ojeras marcadas, la bata arrugada. Acababa de realizar una cirugía de emergencia. Desprendimiento de retina. Paciente delicado y aún así, había logrado estabilizarlo. Salía del lugar como tantas otras veces: sin aplausos, sin una mano que la esperara. Solo el zumbido intermitente de la máquina expendedora, el chirrido lejano de un carro de curaciones y el eco de sus pasos, esos pasos que nadie seguía. Una enfermera se cruzó con ella. Le sonrió cansada. —Gracias, doctora —le murmuró con sinceridad. Sofía asintió, pero su mente estaba a miles de kilómetros. Su cuerpo caminaba por inercia. Su alma, sin embargo, se había detenido hace tiempo en un punto difuso donde ya no sabía si avanzaba o solo resistía. El estacionamiento estaba desierto. La bruma fría de Monteclaro caía sobre su piel como una advertencia. Abrió su abrigo con gesto mecánico, buscando las llaves en los bolsillos. El aire helado le golpeó el rostro con violencia, como una bofetada de realidad. Cerró los ojos y respiró profundo, intentando calmar la punzada que sentía entre las costillas. Quiso volver a casa, dormir, dejar de sentir y justo entonces, lo vio. Un auto deportivo negro dobló con brusquedad desde la entrada principal y se detuvo en seco frente a Urgencias. Las luces se apagaron de inmediato. Del lado del conductor bajó él Adrián Castell. Su esposo. Vestía un abrigo gris oscuro que flotaba a su alrededor, su rostro tenso, los párpados hinchados por el cansancio o por algo que Sofía supo claramente identificar. Caminaba con premura, como si el tiempo le pesara. Como si el miedo lo empujara. Del lado del acompañante, descendía ella. Valeria Montesino. Delgada, casi espectral. Con un abrigo beige mal abotonado, los labios resecos y el rostro escondido tras un flequillo cuidadosamente descuidado. Avanzó tambaleante, y sin emitir palabra, cayó contra el pecho de Adrián. —Tranquila, ya estás aquí —le susurró él con una voz baja, grave, casi dulce. La tomó con ambas manos por la cintura. Le acarició el rostro con la yema de los dedos. La miró como quien contempla algo frágil y valioso. Como si, entre todas las cosas rotas del mundo, ella fuera la única que quería reparar. “Así que volvió y Adrián no había dicho nada “pensó tristemente . Y en ese momento Sofía lo supo. No fue un pensamiento. Fue un saber visceral, su cuerpo lo sintió. Fue su corazón el que lo reconoció con ese latido hueco y esa mirada nunca fue para ella. No lo fue cuando firmaron el contrato de matrimonio. Ni cuando asistieron juntos a cenas fingidas, fotografiados como pareja modelo. Ni cuando ella le preparó su café favorito todas las mañanas durante tres años sin que él lo notara. Ni cuando lo esperó despierta con la comida lista sabiendo que no volvería esa noche. Ni cuando le cuidó la fiebre, las heridas, el silencio. Esa ternura, esa devoción silenciosa que ahora presenciaba, no había sido para ella. Nunca lo fue. Congelada junto a su auto, con las llaves en la mano, los dedos tensos y el pecho estrujado por una emoción que no encontraba nombre, Sofía sintió cómo su mundo se detenía. Cómo algo dentro de ella se desprendía. No con estruendo con resignación y la dignidad de quien ya no espera nada. Tres años antes —¿Está segura, doctora Rojas? —Sí. La palabra salió limpia. Clara. Firme. Como un diagnóstico irreversible. La sala era blanca, pulcra, vacía. No había flores personales ni música de fondo. Solo documentos sobre la mesa y silencio. Isabel Castell, madre de Adrián, observaba desde un rincón, con el rostro impenetrable y los dedos crispados sobre el bolso. Adrián firmó sin mirar. Llevaba un traje negro sin arrugas, la expresión inamovible. Ni una palabra de afecto ,ni una sonrisa fingida. Sofía tampoco esperaba otra cosa. Sabía que ese papel le aseguraba lo que ella necesitaba, el financiamiento para su investigación sobre terapia ocular regenerativa. Sabía que Castell Group era la oportunidad de lograrlo así que como sabía que él necesitaba una esposa para la imagen, para el apellido. Una figura decorativa. Una máscara para las fotografías.Acepto. Todos ganaban algo , menos su corazón. Esa noche, mientras la ciudad dormía, Sofía Rojas se convirtió en una doctora invisible para Adrián Castel y él en el hombre que nunca llegaría a verla. El murmullo lejano de una camilla desplazándose por los pasillos la devolvió al presente. Sofía parpadeó. El auto ya estaba vacío. Adrián y Valeria habían desaparecido dentro del hospital. Ella no se movió. Permaneció junto a su auto, aferrando las llaves con una tensión que le adormecía los dedos. Respiró hondo. Sentía la garganta seca, el estómago revuelto ,las náuseas le invadieron la boca, otra vez, los pensamientos empañados porque no quería llorar . Se metió en el auto. Cerró la puerta con un gesto lento. El clic del seguro fue lo único que rompió el silencio. Apoyó la frente en el volante. No era cansancio físico. Era un agotamiento que venía del alma, uno que no se curaba con sueño ni con descanso. Y por primera vez en mucho tiempo... lloró. No gritó. No preguntó por qué, ni exigió respuestas. Lloró como se llora cuando ya no queda nada que sostener. Como se llora cuando la última esperanza cae de rodillas y se rinde. Pero esa vez... no iba a quedarse mirando. Sus nudillos se pusieron blancos alrededor del llavero. Respiró hondo, temblorosa. El pecho le subía y bajaba con violencia, como si cada respiración quisiera empujarla fuera de sí misma. Entonces, sin pensarlo más, giró la llave. El rugido del motor rompió la quietud de la madrugada. Las luces delanteras se encendieron. El volante crujió bajo sus manos firmes. Las ruedas chirriaron contra el asfalto mojado mientras el auto comenzaba a moverse, abrió la ventanilla y en un impulso hizo lo impensado… No miró atrás. No dudó al hacerlo, ni vaciló. Sofía Rojas no estaba huyendo. Por fin, estaba eligiendo marcharse y esta vez, no habría regreso.Capítulo — Lo que criamos sin querer El portazo resonó por toda la casa Castell como un trueno. El eco se perdió en el pasillo largo, entre las fotos familiares y los cuadros antiguos. Ayden caminaba rápido, con el ceño fruncido, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, y la rabia marcándole la mandíbula. —¡Siempre lo mismo! —murmuró entre dientes—. ¡Siempre tengo que ser el problema! Sofía salió detrás de él, todavía con los ojos húmedos por la tensión del almuerzo. —¡Ayden, esperá! —le pidió, alcanzándolo antes de que cruzara la puerta de entrada—. No te vayas así, por favor. Él se detuvo, girando con un gesto brusco. —¿Así cómo, mamá? ¿Cómo se supone que me vaya? ¿Con una sonrisa? ¿Aplaudiendo que me quieren sacar lo que me corresponde? Sofía lo miró con paciencia, aunque por dentro le ardía el pecho. —Nadie te quiere sacar nada, hijo. Tu abuelo solo te dio una oportunidad para que demuestres que podés… —¿Que puedo qué? —la interrumpió, levantando la voz—. ¡Si
Capítulo — El Legado del Nombre CastellLa vida pasa… y nos vamos poniendo viejos.Y esa tarde, en la casa de Fabián e Isabel Castell, el paso del tiempo se respiraba en cada rincón.El sol del mediodía caía a plomo, filtrándose por los ventanales del comedor principal. El aire olía a jazmines y a historia.Sobre la mesa larga de roble pulido, el mantel blanco recién planchado parecía una bandera de familia. Las copas brillaban, los cubiertos descansaban perfectamente alineados, y en el centro, un ramo de jazmines frescas que Mía había traído esa mañana alegraba el ambiente con su delicadeza.No era un almuerzo cualquiera.Era una despedida simbólica y un traspaso de poder.Fabián Castell, a sus ochenta y cinco años, seguía teniendo los ojos tan vivos como en sus mejores épocas. Aunque el cuerpo se moviera más lento, la mente seguía filosa. Desde que su corazón se había calmado, se prometió usar cada día que le quedara para ver crecer a los suyos.A su lado, Isabel, su amor de toda l
Capítulo —Reflexiones de una madreLa casa dormía.El reloj del pasillo marcaba casi la medianoche y solo se escuchaba el tic-tac suave que se mezclaba con el rumor del mar a lo lejos, ese sonido manso y constante que parecía arrullar las paredes. Afuera, el viento apenas movía las cortinas del living y una luna redonda se colaba entre los vidrios.Habían pasado varios años desde aquel cumpleaños de Ayden.El tiempo había traído calma, pero también nuevas inquietudes. Sofía, parada en el marco de la puerta del cuarto infantil, observaba en silencio.Ayden dormía boca abajo, con el peluche apretado contra el pecho y una piernita colgando fuera de la sábana. El pelo rizado se le desparramaba sobre la almohada, y cada tanto murmuraba algo entre sueños. Era tan lindo… y, sin embargo, en su dulzura ya se adivinaba un carácter difícil. Ese gesto entre altanero y tierno que, si no lo cuidaban, algún día podría volverse un problema.En la otra habitación, Mía descansaba con las manitos abiert
Capítulo — Dos velitas para AydenLa casa de Isabel y Fabián amaneció ese día con un aire distinto. No era un domingo cualquiera: era el día en que celebrarían el segundo cumpleaños de Ayden. Desde temprano, los globos, las guirnaldas y los aromas de comida comenzaban a transformar el hogar en un verdadero festejo.Isabel se había levantado con el sol, como buena abuela, y ya tenía el delantal puesto cuando Sofía apareció en la cocina con Mía en brazos. La bebé, con apenas unos meses, miraba todo con ojos enormes, como si entendiera que se venía algo importante.—Hoy reina el cumpleañero —anunció Isabel, batiendo la mezcla para un bizcochuelo—. Pero la princesa también tiene que estar mimada. —Le guiñó el ojo a Sofía, que sonrió orgullosa mirando a su hijita.Adrián entró detrás, con Ayden saltando agarrado de su mano. El niño llevaba una camiseta celeste con un enorme “2” en el pecho y una sonrisa que iluminaba todo.—Mirá, mamá —dijo él, levantando los dos deditos con esfuerzo—. Dos
Capítulo — Entre almohadas y promesas Los primeros días con Mía fueron un huracán de ternura y desvelo. Sofía se sentía como si hubiera corrido una maratón sin haber entrenado: feliz, agotada, con esa mezcla de dolor dulce que solo conocen las madres recién paridas. En la habitación, la rutina era simple pero intensa: dar de mamar, cambiar pañales, controlar el sueño de Ayden, y todo con el cuerpo todavía sensible. —Yo te juro que me siento como una momia —confesó Sofía, recostada de costado, rodeada de almohadas como si fueran barricadas—. Me muevo dos centímetros y parece que corrí la San Fernando. Adrián, sentado al borde de la cama, le sonrió con ternura. —Vos sos mi heroína, Sofi. Yo no sé cómo hacen ustedes. Ella lo miró con picardía, los labios curvándose en una sonrisa cansada. —Bueno, ahora dicen que la moda es que al padre también le corten algo, para que sienta lo que pasamos nosotras. Adrián levantó las cejas, sorprendido. —¿Cómo que la moda? —Sí, vis
Capítulo — El nacimiento de Mía El amanecer llegó sereno, casi cómplice. Sofía había pasado la noche inquieta, sintiendo cada contracción con mezcla de miedo y esperanza. Adrián no se despegaba de su lado: la sostenía de la mano, le acomodaba el cabello, le acariciaba la frente con un murmullo constante. —Estoy acá, Sofi… no tengas miedo —repetía, aunque el temblor en su propia voz lo delataba. El sanatorio estaba en calma. Todo se había preparado con delicadeza, sin apuros ni gritos. Después de lo que habían vivido con Ayden, esta vez habían planeado cada detalle para que Sofía se sintiera segura, cuidada. Isabel y Fabián aguardaban afuera, acompañados de Lili y Guillermo, mientras Ayden dormía en casa bajo el cuidado de Julia, Adriana y Lucas que se quedaron con Zoé también. Afuera lloviznaba finito, como si el cielo mismo quisiera bendecir ese día. Cada gota parecía un rezo silencioso, y Sofía lo sintió: esta vez el destino estaba de su lado. Cuando llegó el momento, Sofía apre





Último capítulo