Capítulo 2 – La Mujer en la Cocina
El chirrido de los neumáticos fue lo único que acompañó el eco del adiós. Sofía mantenía las manos firmes en el volante, la mirada fija en la oscuridad que aún cubría la ciudad, como si no hubiera espacio para titubeos. El viento entraba por la ventanilla entreabierta, cortando el silencio del interior del auto como una cuchilla helada. Fue entonces, en medio de ese momento suspendido entre el valor y el dolor, que lo hizo. Se llevó una mano al cuello, y en un gesto repentino, casi feroz, se arrancó el collar de perlas que le había regalado Isabel Castell el día en que se anunció el compromiso. Un símbolo de pertenencia, de respeto, de familia. Un recuerdo que durante años se había sentido como una cadena. El hilo se quebró entre sus dedos como si siempre hubiese estado a punto de romperse. Abrió la ventanilla por completo, y sin pensarlo, lo lanzó hacia afuera. Las perlas salieron volando al asfalto, golpearon el cordón de la vereda, rebotaron como lágrimas desorientadas, y rodaron en todas direcciones… excepto en la que ella iba. Una lluvia de recuerdos que se quedaban atrás, mientras ella, por fin, avanzaba. No miró por el espejo retrovisor. No dudó ni se arrepintió. Sofía Rojas no huía ,había decidido que era tiempo de dejar de quedarse. La cocina aún estaba sumida en penumbras cuando cruzó el umbral, con los pies descalzos y la ropa arrugada por la noche sin sueño. El cielo del amanecer comenzaba a teñirse de gris sobre la ciudad. El mármol estaba frío bajo sus plantas. En la taza entre sus manos, el café ya no humeaba. Como ella, el calor se había ido. Vestía una camiseta blanca grande, de esas que se deforman con los años pero que abrazan con memoria. El cuello se escurría hacia un lado, dejando al descubierto el hueso del hombro. El pantalón celeste caía liviano, como una caricia que no se atrevía a consolarla. Sentada en la banqueta frente a la isla de cocina, no parpadeaba siquiera, tenía los ojos fijos en el ventanal, pero no estaba viendo el jardín ni el rosal dormido. Miraba mucho más allá. A un tiempo donde ella todavía se creía elegida. El pitido del código digital sonó con su tono metálico, breve, como un susurro de traición. No se movió. Sabía quién entraba. Podía reconocer sus pasos en una multitud. Adrián Castell tenía una forma de caminar que no necesitaba anunciarse: firme, arrogante, impecable hasta en el cansancio. Su presencia rompía el silencio como un juicio. Cuando lo vio, notó el abrigo largo, el cuello desabotonado, la camisa blanca fuera de lugar, y ese gesto que se le marcaba siempre después de una noche sin dormir traía el ceño apretado, la mandíbula cargada, los ojos cargados de mundo. —¿Estás despierta? —preguntó sin sorpresa, con la voz ronca y grave. —Nunca dormí cuando vos no estas , Adrián —dijo Sofía, sin apartar la vista de la ventana. Él dejó su abrigo sobre la silla con un movimiento rápido, casi sin cuidado. Se sirvió un vaso de agua sin pedir permiso, como si la cocina fuera un hotel más de su rutina. Bebió de un trago, se limpió los labios con el dorso de la mano, y la enfrentó por fin. —Valeria está enferma. Sofía no parpadeó, giró la cabeza y lo miró con la serenidad del que ya escuchó todo antes. —¿Qué tiene? —Atrofia de tejidos blandos. Es degenerativa. Irreversible. Ya afecta el sistema nervioso… los médicos dicen que va a empeorar. —¿Y? —Valeria se queda aquí —tragó saliva, como si el aire se le hubiera vuelto espeso—. Yo me voy a ocupar de ella. Sofía apoyó la taza sobre la isla. Se levantó sin apuro. Lavó la taza, la secó meticulosamente , como quien guarda el último objeto antes de cerrar una casa. —¿Me estás diciendo que Valeria va a vivir en esta casa? Él no contestó de inmediato. —No va a molestarte. La carcajada que estalló fue corta, como una burla de sí misma. Ni siquiera fue real. Fue la risa de alguien que ya se cansó de explicar el absurdo. —¿Cómo anoche en el hospital? Cuando no me molestó ver cómo la sostenías. Cuando le decías que estabas con ella con esa voz que nunca usaste para mí. —No hagas esto. —¿Qué? ¿Nombrar lo evidente? —No se trata de vos. Sofía lo miró con una expresión que no era ni enojo ya ni tristeza era. Era claridad. —Tenés razón, Adrián . Nunca se trató de mí. Cuando firmaste el contrato sin mirarme; o cuando besaste a Valeria mientras yo te veía. Ni cuando volviste con fiebre y yo… yo te cuidé como si no doliera. Adrián tensó el rostro. El vaso que había dejado sobre la mesada vibró bajo el peso de sus dedos. —Valeria… me necesita y punto . No estoy eligiendo. —Ese es el problema. Nunca elegiste. Siempre dejaste que la vida lo hiciera por vos. Incluso a mí me elegiste por omisión. ¿No?. Porque Sofía era fácil de manejar, no te exigía nada o porque no lloraba. Pero no más, Adrián. No más. Pasó junto a él y antes de cruzar la puerta, se detuvo. —Ayer, Valeria me vio ,me miró y me dijo algo con sus labios sin hablar. Adrián cerró los ojos, apenas. —“Él siempre vuelve a mí. Vos podés quedarte con el apellido. Pero Adrián me pertenece.” No hubo respuesta y con el mismo silencio con que firmo nuestro contrato, lo hizo esta vez. —Gracias por confirmar lo que ya sabía —susurró Sofía Ella cruzó el pasillo. No cerró la puerta pero sí, algo en ella, se cerró para siempre . Esa noche, Sofía se encerró en la habitación que compartían desde hace un tiempo. Se recostó en la cama sin quitarse la ropa. Miró el techo blanco y frío como una hoja quirúrgica. Recordó a Adrián defendiéndola en la escuela. El niño que se puso delante de ella y dijo: “No la molesten. Va a ser mejor que todos ustedes.” Recordó cuando le sangró la nariz jugando, y él le trajo hielo envuelto en su camiseta. Recordó cuando se rompió el brazo y él, sin decir nada, se quedó con ella todo el día. Y también recordó el beso. El primero que él le dio a Valeria. Detrás del aula y fue cuando ella lo vio, él la vio. Y dijo: —No te lo debía. Desde entonces, Sofía supo que el corazón de Adrián nunca tendría espacio para dos. Cerró los ojos. Pero no para dormir. Sino para decidir. Ya no iba a vivir como un eco. Ya no sería la doctora conveniente, no iba a compartir techo con la mujer que fue siempre su sombra. Mañana. Mañana sería el día. Porque incluso el amor más silencioso… tiene su límite y Sofía, esa madrugada… acababa de llegar al suyo. Adrián golpeó la puerta apenas segundos después. Tres golpes. Firmes. Nerviosos. —Sofía —susurró, con voz baja. Solo recibió el silencio del otro lado. En esa penumbra del pasillo, el recuerdo lo asaltó como una sombra con olor a eucalipto. El invierno pasado, cuando volvió con fiebre alta y una neumonía incipiente, fue ella quien lo envolvió con frazadas, le frotó la espalda con ungüento mentolado, le midió la temperatura cada hora. Con la voz casi dormida, le dijo: “No es necesario, Sofía.” Ella lo miró. Lo acarició como quien no espera nada a cambio y solo respondió: —Lo sé. Ese recuerdo le cayó como plomo en el pecho. Ahora, la frialdad de la madera le quemaba los nudillos. Y supo, con la misma certeza con la que uno siente que ya es demasiado tarde, que Sofía ya no estaba del otro lado.