Capitulo 5 -Lo que el café ya no calla
El eco constante de las teclas mecánicas se perdía entre las paredes sobrias de la oficina de Adrián Castell, como una lluvia metálica que no avanzaba: retrocedía. Se estrellaba en espiral, atrapada en el aire denso, sin destino ni origen. La pantalla de su laptop brillaba frente a él. Informes financieros, balances, proyecciones. Todo estaba allí, ordenado. Pero él no leía. Los párpados pesaban más que el contenido. Su mirada atravesaba el vidrio líquido de la pantalla, sin tocar nada. Tenía los codos sobre el escritorio. La mano derecha sostenía una taza blanca, de esas que suelen usarse en reuniones importantes. La otra, le presionaba el puente de la nariz, como si pudiera exprimir de ahí un poco de lucidez. El primer sorbo fue como una cachetada tibia. El café estaba mal. No por temperatura. Ni por calidad. Sino porque no tenía alma. Amargo. Fuerte. Seco. Un sabor metálico que raspaba la lengua y se pegaba a las encías como reproche. Adrián bajó la taza, la miró como si fuera una ofensa. Y lo entendió. Sofía ya no preparaba su café. Ya nadie ponía dos cucharadas justas de azúcar rubia. Ni la pizca de leche espumada que lo suavizaba sin convertirlo en un postre. El aroma de antes, ese que solía llenar la oficina y darle orden al caos, ya no estaba. Y eso lo volvía todo más ruidoso. Incluso el silencio. —¿Señor Castell…? —la voz de su asistente lo arrancó de la marea espesa—. Los convenios están listos. ¿Se los dejo? Adrián no respondió enseguida. Tardó un segundo en recordar que aún estaba ahí, que no era parte del mueble, ni un retrato más enmarcado en la pared. —Déjalos ahí. Los firmaré más tarde. Ella se retiró sin agregar palabra, cerrando la puerta con el mismo cuidado con el que se cierran los lugares donde se ha muerto alguien querido. Y volvió el silencio. No el de la concentración. Sino ese otro, frío y hueco, que antes se llenaba con el sonido de una cuchara mezclando suavemente. Con pasos suaves. Con la voz de Sofía leyendo informes, o simplemente respirando cerca. Ahora todo era eco. Hasta él. Un temblor en el bolsillo. El celular vibró. “Isabel Castell”, decía la pantalla. —¿Sí? —contestó, con la voz más ajada que profesional. —Adrián. ¿Dónde está Sofía? La pregunta le dio de lleno. Ni un saludo. Ni pausa. —No lo sé, mamá. —¿Cómo que no lo sabés? —la voz de Isabel subió un tono—. Llevo días llamándola. Su celular está apagado. Fui a la casa. No hay nadie. ¿Qué le hiciste? —Mamá, no es tu asunto… —¡Claro que lo es! —interrumpió, sin dudar—. Sofía es parte de esta familia. ¡La única parte decente! Vos… vos estás actuando como un idiota. Él cerró los ojos. —¿La empujaste hacia Valeria, no? ¿Creíste que iba a quedarse para siempre a esperarte? ¡Eres un…! —La línea se cortó. Pero el eco, ese no. Horas después, Adrián caminaba por los pasillos de la clínica que financiaba Castell Group. Llevaba traje oscuro sin corbata. El nudo deshecho colgaba como la sombra de lo que había sido. Sonrió por reflejo a quienes lo saludaban. Le extendieron gráficos. Le hablaron de cifras. No escuchaba. Solo asentía. Y entonces la vio. Sofía. Ella caminaba por el pasillo con su bata blanca abierta, como si el lugar le perteneciera. Tenía una blusa celeste que hacía juego con sus ojos. Pantalón gris claro. El pelo atado con sus caravanas de perlas diminutas. Pero sin el collar. Ese que Isabel le había regalado el día del compromiso. Ese que Sofía solía acariciar inconscientemente cuando hablaba de trabajo. “Es como llevar el apellido Castell cerca del corazón”, le decía siempre a mamá. Hoy, ni cadena. Ni perla. Ni símbolo. ¿Por qué, se lo sacó? Como si lo hubiese devuelto. Como si nada de eso le perteneciera más. La observó en silencio, sin moverse. Desde una puerta entreabierta. Ella estaba frente a un niño. Él tenía un parche en el ojo y una sonrisa incierta. Sofía sostenía una tarjeta con dibujos. —¿Y ahora? ¿Ves mejor con este lente? El niño asintió. Ella sonrió. Pero no con una sonrisa de protocolo. Era una risa viva, real. Cálida como sopa en invierno. Una risa que él nunca había merecido. —¡Muy bien, campeón! Hoy sos mi paciente estrella. Adrián tragó saliva.No era culpa lo que sentía. Tampoco enojo era la certeza de que ella estaba mejor sin él. Y sobre todo de que ya no lo necesitaba. Ni su presencia notaba. En otro piso del hospital, Valeria presionaba el botón del intercomunicador para tener a las enfermeras siempre ocupadas. —¡Adrián! Me duele. ¡Estoy sola! ¿Dónde estás? Gritaba Pero él no la escuchaba. Él seguía allí. Mirando a Sofía como quien ve una vida paralela. Una vida que pudo haber sido. El celular vibró en el bolsillo de su pantalón. Él miró la pantalla…. Valeria Y, sin pensarlo, rechazó la llamada. Un gesto seco. Automático. Como quien deja caer algo que ya no quiere cargar. Como quien, por fin, empieza a entender el precio de lo que dejó ir.