—¡No, no quiero ir a ningún hospital! —Margaret se negó con firmeza, pero Lucien no cedió; la tomó del brazo y la obligó a avanzar.
—No es cuestión de querer, mujer. Vas conmigo ahora mismo.
—¡Que no! —replicó ella, forcejeando. Pero él no la soltó. Casi arrastrada, terminó frente a su auto. Lucien abrió la puerta sin contemplaciones y la hizo subir.
Durante el trayecto, Margaret se limitó a mirar por la ventana, aferrándose al silencio como a un refugio. No pensaba regalarle una sola palabra. Lucien, en cambio, jugaba nervioso con el anillo de matrimonio que giraba entre sus dedos, su mente estaba atrapada en un solo pensamiento: descubrir si lo que ella había dicho era verdad.
Cuando al fin el médico de cabecera los recibió, ambos entraron a la consulta en un silencio demasiado incomodo. El doctor, sentado frente a su computador, pidió los datos de Margaret y le preguntó cuál era el motivo de su consulta. Ella, aunque temblorosa, pronunció su nombre y número de documento.
El hombre