Para Margaret, los días siguientes transcurrieron en una calma extraña, como si todo se hubiera detenido. De Lucien no volvió a tener noticias, pero había algo de lo que no podía escapar, la responsabilidad que su madre le había puesto sobre los hombros.
Aquella mañana, la mujer llegó en su coche para recogerla, decidida a acompañarla.
—No debiste venir, madre. Estás muy pálida, yo podía ir sola.
—De ninguna manera, Margaret. No iba a dejarte enfrentar esto sola, menos ahora. Me alegra que hayas aceptado hacerte cargo, hija. —su madre se aferró a su brazo con ternura y firmeza.
—No podía dejarte lidiar con todo, mamá. Y quiero agradecerte… por lo que hiciste por mí, por nosotros. El doctor fue una ayuda inmensa. Ahora Lucien cree que este hijo no existe.
—Todavía conservo algunos contactos en la ciudad, hija mía. El doctor me debía un par de favores. —suspiró y apretó la mano de Margaret, tratando de transmitirle calma.
Minutos después, estacionaron frente a Atlas Gold. Margaret