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8. Entre desdichados nos reconocemos

Álvaro Duarte.

El aire caliente de la tarde mecía los pastizales, agitando la polvareda a su paso mientras cabalgaba con determinación por el camino de tierra. Sentía la presión en el pecho, la inquietud anidada en mi estómago desde el momento en que descubrí lo que Catalina Ramos pretendía hacer.

No podía sacarme de la cabeza su mirada divertida ni la seguridad con la que me habló en el río. Y ahora, después de un día de trabajo en el rancho, había tomado la decisión de enfrentarla.

"El General" resopló con fuerza cuando llegamos al portón de la propiedad. Me tomé un segundo para admirar la imponente barda de piedra y los portones de madera tallada. Aquel lugar exudaba poder.

Golpeé con firmeza, sin rodeos. No pensaba irme sin respuestas.

Un hombre mayor abrió, después de unos segundos, su mirada inquisitiva, me recorrió de pies a cabeza antes de hablar.

—Buenas tardes, quiero ver a Catalina Ramos —dije, manteniendo la postura firme.

—¿Quién es usted?

—Álvaro Duarte. Primo de Santiag
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