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Capítulo 5: Fragilidad y determinación

El mundo se inclinó bajo los pies de Aisha. Una fría debilidad trepó por sus venas, como si Ragnar no solo hubiera bebido su sangre, sino también su fuerza vital. Las luces de los cirios se difuminaron, convirtiéndose en manchas doradas que bailaban ante sus ojos.

— Cuidado, pequeña escurridiza — murmuró Ragnar, su voz lejana, como si la escuchara desde el fondo de un pozo.

Antes de que sus rodillas tocaran el suelo, unos brazos fuertes la levantaron. Aisha entrecerró los ojos, confundida. El príncipe la cargaba como si fuera algo precioso, no una sanadora insolente que acababa de golpearlo con un candelabro.

— ¿Qué… hace? — logró articular, cada palabra un esfuerzo.

— Algo estúpido — gruñó él, pero no la soltó.

Los murmullos de los guardias se ahogaron en el escalofrío que recorrió la sala. Un príncipe no cargaba a enemigas… y mucho menos las acostaba en su propio lecho. Pero a Ragnar no parecía importarle.

La puerta se abrió de golpe.

— ¡Alteza! — La voz del general Dain cortó el aire como un cuchillo. Su espada ya brillaba, medio desenvainada, los ojos clavados en la sangre que teñía los labios de Ragnar.

Pero entonces vio… Vio la palidez de Aisha, la forma en que su cuerpo se hundía contra el pecho del príncipe. Vio la mano de Ragnar, apretando con ferocidad, pero sosteniendo con delicadeza.

La espada de Dain titubeó, un destello entre la obediencia y la rebelión. La cicatriz que Aisha le había curado ardía bajo su armadura, como un recordatorio.

— ¿Está…?

— Vive — cortó Ragnar, y su tono no dejó lugar a dudas. Era una orden, una promesa, una amenaza.

Dain tragó saliva, la cicatriz en su costado ardiendo como si ansiara el tacto de los dedos de Aisha sobre ella y ahora temiera que todo se saliera de control y terminara por perderla, aunque en realidad ni siquiera le pertenecía.

— El Consejo…

— No me importa en lo más mínimo — rugió Ragnar, y sin más, se llevó a Aisha hacia su habitación.

Ragnar depositó a Aisha sobre el lecho con una lentitud inusual, como si temiera que, al soltarla, se desvanecería en el aire. Los dedos que horas antes habían destrozado armaduras ahora se hundían en el plumón como si temieran romperla. Pero cuando su piel rozó la seda, él retrocedió brusco, como escapando de un incendio. Pero, aun así, se quedó allí, observando el ritmo agitado de su respiración.

— Maldita sea — masculló, apretando las manos hasta que los nudillos palidecieron. En su muñeca, una vena latía al ritmo de la respiración entrecortada de ella… Había perdido el control y eso nunca se lo personaría.

Al salir, se encontró con los ojos burlones de su hermano. Zacarías, el séptimo príncipe, apoyado contra el marco de la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa que prometía problemas.

— ¿Ya terminaste de jugar al héroe? — preguntó, empujándose de la pared con elegancia.

Ragnar pasó junto a él sin detenerse, dirigiéndose al salón de reuniones.

— No es tu asunto, Zac.

— ¡Claro que lo es! — Zacarías lo siguió, pisándole los talones — Primero te golpea con un candelabro, luego la muerdes hasta dejarla inconsciente — señaló el cuello de Ragnar, donde aún brillaban gotas de la sangre de Aisha — y ahora la acuestas como a una doncella en un cuento de hadas. ¿Qué sigue, hermano? ¿Flores en su ventana?

Ragnar se detuvo bruscamente y giró hacia él. En sus ojos dorados ardía algo que hizo que Zacarías soltara una risa ahogada.

— Ah… Oh. Así que es interesante.

— Cállate.

— ¡Ni loco! — Zacarías se inclinó, disfrutando cada palabra — El gran Príncipe Lobo, derrotado por una sanadora que ni siquiera sabe usar bien un candelabro. Esto es glorioso.

Ragnar lo empujó contra la pared, pero no con fuerza suficiente para lastimarlo.

— Si repites una palabra de esto, te arranco la lengua.

Zacarías solo sonrió, desafiante.

— Prometo nada.

El intercambio entre los hermanos seso mientras una aparente calma invadía cada rincón del palacio, calma que era corrompida por los murmullos de los empleados aun dos días después del incidente, dos días en los que Aisha no volvió de su inconciencia.

Cuando despertó sintió que la habitación olía a cobre y lavanda, sangre seca y falsa calma. Las sábanas, demasiado suaves bajo sus dedos temblorosos, le recordaron las alas de una polilla atrapada en telarañas. El general Dain estaba allí, apoyado contra el marco de la ventana, donde la luz de la luna cortaba su perfil como un cuchillo.

— No mueras. Sería una molestia tener que explicarlo — dijo su voz, áspera.

Aisha intentó incorporarse, pero un dolor punzante en el cuello la detuvo. Al tocarse, encontró una costra áspera. No era solo herida… era una marca. Dos semicírculos perfectos que ardían al contacto.

Aisha giró la cabeza. El general Dain estaba allí, apoyado contra el marco, los brazos cruzados. La cicatriz que ella le había curado brillaba pálida bajo la luz de la luna.

— ¿Cuánto tiempo…?

— Dos días — cortó él — El príncipe dio órdenes de que nadie te molestara.

Aisha frunció el ceño.

— ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿Asegurándote de que no huyera?

El general se acercó, lento, como un lobo que evalúa a su presa.

— Asegurándome de que no te mataran — corrigió. Su voz era áspera, pero en sus ojos había algo que Aisha no pudo descifrar.

El general estaba allí, de pie junto a su lecho. En sus ojos había algo indescifrable, un peso que no coincidía con la dureza de sus palabras.

El general abandono la habitación sin más, dejando una calma inquietante que solo oprimía el corazón de Aisha, quien se preguntaba ¿Qué le depararía el destino para su próximo encuentro?, sin imaginar que tan solo unas horas después estaría enfrentándose al frio de la noche.

Noche que olía a jazmines y peligro mientras Aisha caminó por el jardín del pabellón, los pies descalzos sobre la hierba fría. Aún sentía el peso del sueño y de los dientes de Ragnar en su cuello.

— No deberías estar aquí — Dain emergió de las sombras como si fuera parte de ellas.

Aisha no se sobresaltó.

— ¿Otra vez vigilándome, general? — cuestiono, sus ojos encontrándose con los ajenos.

— Advirtiéndote — corrigió él, y de pronto, la tenía contra la pared, su cuerpo un muro de calor y fuerza. Pero no la lastimó. No. Sus manos se clavaron a cada lado de su cabeza, enjaulándola sin tocarla.

— Este palacio no perdona — susurró, el aliento caliente rozándole la oreja — Aquí, las sonrisas esconden veneno y los cumplidos, dagas.

Aisha no bajó la mirada.

— Prefiero los candelabros. Al menos son honestos.

Dain soltó un gruñido, algo entre la irritación y la admiración.

— Tonta — murmuró, pero al retirarse, le dejó un puñal pequeño en la mano — Por si cambias de idea.

Y entonces se fue, dejándola con el arma, la noche y el eco de una risa dorada que aún resonaba en su piel.

La hoja del puñal brilló bajo la luz de la luna cuando Aisha lo giró entre sus dedos, sintiendo su peso. El metal estaba frío, pero la advertencia de Dain ardía en su mente como una brasa. Respiró hondo, dejando que el aroma de los jazmines la envolvieran, intentando calmar el ritmo acelerado de su corazón.

Pero entonces, un sonido la hizo tensar.

Pasos.

Múltiples, sincronizados, acercándose desde el sendero principal del jardín.

Antes de que pudiera reaccionar, las antorchas iluminaron los senderos, proyectando sombras alargadas que se retorcían como espectros. Aisha escondió el puñal entre los pliegues de su túnica con un movimiento rápido, justo cuando la comitiva apareció entre los arbustos.

En el centro, inmóvil como una estatua tallada en furia y poder, estaba el príncipe Ragnar.

Su figura dominaba el espacio, la luz danzante de las antorchas acentuando el ángulo duro de su mandíbula y el brillo dorado de sus ojos, que ahora parecían fijos en ella. Aisha no pudo evitar preguntarse cuánto había visto. ¿Había notado la sombra del general Dain desvaneciéndose entre los árboles? ¿Había captado el destello del arma antes de que ella la ocultara?

Detrás de él, sus sirvientes y guardias formaban un semicírculo silencioso, sus rostros impasibles pero sus manos cerca de las empuñaduras de sus espadas.

— Sanadora.

La voz del príncipe resonó como un trueno contenido, haciendo que hasta los insectos nocturnos callaran.

Aisha mantuvo la mirada alta, aunque sintió que el puñal pesaba más ahora, como si de pronto se hubiera convertido en una acusación.

— Alteza — respondió, inclinando apenas la cabeza en un gesto que no era sumisión, sino cautela.

Ragnar no se movió. Sus ojos recorrieron su cuerpo, deteniéndose en su cuello, donde la marca de sus dientes aún palpitaba. Luego, lentamente, bajó la vista hacia sus manos, ocultas entre los pliegues de la túnica.

El silencio se extendió, denso, peligroso.

— El aire nocturno no es seguro para… convalecientes — dijo al fin, cada palabra cuidadosamente tallada.

¿Era una advertencia? ¿Un reproche?

Aisha no tuvo tiempo de preguntarse más. Con un gesto brusco, Ragnar giró hacia sus sirvientes.

— Acompañen a nuestra invitada de vuelta a sus aposentos.

No era una sugerencia.

Los sirvientes avanzaron, pero Ragnar no se unió a ellos. Permaneció donde estaba, clavado en el suelo como si sus botas hubieran echado raíces, su espalda rígida.

Aisha no pudo evitar mirar por encima del hombro al ser guiada lejos.

Y entonces lo vio.

Ragnar seguía observando. Pero esta vez, sus ojos no estaban en su rostro.

Estaban clavados en el sendero oscuro por donde el general Dain había desaparecido.

¿Lo sabía?

La incertidumbre se enredó en su pecho, más afilada que cualquier puñal.

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