El palacio despertó con susurros que trepaban como enredaderas venenosas. En el Pabellón de Jade, las cortinas de seda temblaban bajo dedos nerviosos. Las sirvientas se apretujaban alrededor de la concubina Ling Mei, cuya piel pálida reflejaba la luz de los cirios.
— ¡El Príncipe no vino anoche! — cuchicheó una, retorciendo su delantal manchado de té.
— Dicen que pasó la noche en los jardines, buscando a una mujer fantasma...Nadie notó al general Dain escuchando tras la puerta, los nudillos blancos sobre la empuñadura de su espada. Él sabía exactamente qué mujer había perturbado al Príncipe.
En completo silencio se dirigió hacia el salón del Alba. Donde el príncipe Ragnar arañaba los brazos de su trono cuando el general Dain entró, su armadura aún manchada con el polvo del camino.
— La enviada de Nyrithar está en el Pabellón de Invierno, como ordenaste — anunció, frotándose inconscientemente el lugar donde antes estaba su herida, esa que Aisha había sanado con su sangre.
Ragnar no levantó la vista — ¿De verdad crees que una simple sanadora, hija de Nyrith; pueda hacer algo contra una maldición tan poderosa como la mía?
Dain apretó los dientes. Esa mujer olía a mentiras y milagros, y ambos le quemaban, sabía que era más que una simple sanadora. Había visto cómo las heridas se cerraban a su paso en la caravana, pero también cómo sus ojos azules brillaban con una inteligencia peligrosa.
— Dicen que su sangre cura lo incurable — dijo, eligiendo cuidadosamente sus palabras.
El Príncipe se levantó de un salto, derribando un tintero. La tinta negra se esparció como sangre sobre el pergamino.
— Llévame con ella. Ahora.
En el pabellón de invierno, Aisha sintió el cambio en el aire antes de oír los pasos. El viento que entraba por las celosías olía a furia y bestia, a tormenta a punto de romper. Lián y Mei, pálidas como el papel de arroz, se aferraron a sus mangas.
— ¡Es él! — sollozó Mei — ¡Por favor!, ¡Alteza, corra! ¡Él no solo mata, despedaza!
Aisha no corrió.
Cerró los dedos alrededor del candelabro de bronce que había arrancado de la mesa. Pesado. Frío. Perfecto.
— Váyanse — ordenó, sin un temblor en la voz— si hoy es mi final, no arrastraré a nadie más conmigo.
Las sirvientas se aferraron a ella, como si sus cuerpos frágiles pudieran detener lo inevitable.
Y entonces, la puerta se abrió de golpe.
Y allí estaba él: Ragnar, alto como una sombra maldita, los ojos dorados brillando con furia y algo más. Olía a noche sin dormir, a jardín húmedo, a la electricidad de un encuentro que ninguno había olvidado.
— Tú — rugió.
Aisha no lo pensó.
El candelabro se alzó y cayó con un ¡CRASH! contra su hombro, salpicando aceite perfumado sobre ambos.
Lián se desmayó. Mei gritó. Mientras el general Dain saltó hacia atrás, demasiado tarde. El aceite perfumado le salpicó las botas.
Y Ragnar... ni se inmuto.
Parpadeó, como si acabara de despertar de un sueño.
— ¿Me golpeaste... con un candelabro? — preguntó, con incredulidad mientras sus labios se curvaron en una sonrisa que no había usado en años, desde que dejó de ser un hombre para convertirse en leyenda
Aisha jadeó. El bronce del candelabro ardía en sus palmas, como si la sangre de Ragnar; esa sangre dorada de la que tanto hablaban, hubiera infectado el metal. Pero no retrocedió. Nunca.
— Sí — admitió, desafiante — Y lo haré otra vez si es necesario.
Ragnar rio, una carcajada profunda que resonó en las paredes. No era la risa de un monstruo, sino la de un hombre que acababa de encontrar algo extraordinario.
— Eres real — murmuró, y sus manos, grandes y callosas, cerraron suavemente sus muñecas — Y ahora, pequeña escurridiza... tenemos mucho de qué hablar.
Aisha alzó la barbilla, desafiante, mientras el azul de sus ojos se anclaba al dorado de los ojos del príncipe, como si el resto del mundo dejara de existir, ni siquiera el calor emanando del candelabro y dejando marca en su calma fue capaz hacerla titubear.
— ¿Siempre golpeas príncipes... o solo a mí? — indagó mientras su mano libre masajeaba esa mueva marca que el golpe había dejado en su hombro. Una sonrisa plasmada en sus labios.
El general, de pie a la distancia, como un observador silencioso, sujeto la empuñadura de su espada con más fuerza de la necesaria, la cicatriz de la herida que Aisha había curado le ardía como si anhelara el roce de sus dedos.
Algo dentro de él, más allá de lo físico, ardió.
Esa sonrisa, genuina. La más sincera que le había visto a Ragnar en años, su ceño se frunció de forma casi inconsciente.
«Ella es más de lo que cualquiera podría esperar, no solo cura heridas, sino que calma bestias»
Pensó, mientras una sensación extraña nacía en su pecho. Observo como la perspicacia brillo en los ojos de Aisha.
— Solo a los que merodean en las sombras como lobos — una respuesta audaz y atrevida.
La emoción resplandeció en los ojos del príncipe, mientras daba un par de pasos más cerca de ella, Aisha no retrocedió, al contrario, lo miro con desafío, lo que le hizo esbozar una sonrisa peligrosa. Ella no huía de él.
— Así que, pequeña escurridiza; ya sabías que era un lobo cuando nos encontramos en el jardín — acusó, divertido.
Ella lo miro sin pestañar, sin importarle que lentamente la estuviera acorralando contra la pared. Ragnar aumento más su agarre sobre la muñeca ajena, mientras en un movimiento audaz la atraía hacia sí, el esbelto cuerpo de Aisha choco abruptamente contra el fornido pecho del príncipe.
— Suélteme.
— Cúrame y te dejare ir — por la sonrisa burlona ella podría asegurar que sus palabras no eran más que mentiras mal disfrazadas de verdad.
— Los hombres como tú nunca dejan ir lo que le interesa.
Dain dio un paso al frente — mi príncipe, el consejo del Alba espera, debe dar el informe de… — hablo, intentando romper la tensión que se había apoderado del ambiente.
— El informe puede esperar — respondió, sin apartar la mirada de Aisha.
Dain apretó los labios, intentando contener las emociones que querían brotar en forma de palabras — como ordene alteza.
— Déjennos solos — ordenó, en ese momento Mei que sostenía a Lián que apenas despertaba, intercambiaron una mirada con una simple pregunta plasmada en ella: ¿Por qué el príncipe no la ha matado?
Una vez que quedaron solos, Aisha libero su mano del agarre ajeno con un movimiento brusco.
— ¿Qué quieres? — la cercanía del príncipe producía escalofríos en su piel.
— Una noche. Cúrame... o mátame. Pero hazlo tú.
El aliento de Ragnar quemaba la piel de Aisha, su cuerpo un muro de calor y poder que la aprisionaba contra la pared. Pero ella no era de las que se doblegaban. Con un movimiento rápido, sus dedos se deslizaron hacia el cinturón del príncipe, donde la daga ceremonial brillaba bajo la luz temblorosa de los cirios. El metal frío mordió su palma cuando la arrancó de su vaina.
Ragnar no intentó detenerla. Sus ojos dorados se estrecharon, desafiándola.
— ¿Qué piensas hacer con eso, pequeña escurridiza? — musitó, la voz un rugido bajo que erizó su piel — ¿Matarme o salvarme?
Aisha no respondió. Con un gesto firme, giró la hoja y se cortó la muñeca. La sangre brotó, escarlata y brillante, como rubíes líquidos bajo la luz.
— Bebe — ordenó, alzando la herida hacia él — Tu maldición termina hoy.
El príncipe no tomó un vaso. No necesitaba intermediarios. Con una mano en la nuca de Aisha, la atrajo aún más cerca, hasta que el calor de sus cuerpos se fundió. Luego, inclinó la cabeza y lamió la herida.
Un escalofrío violento recorrió a Aisha. La lengua de Ragnar era áspera, caliente, recorriendo cada gota con una lentitud obscena. Los labios se cerraron alrededor de su piel, succionando con fuerza, mientras un gruñido gutural vibraba en su garganta.
— Dulce — murmuró contra su muñeca, los dientes rozando las venas — Demasiado dulce para ser remedio.
Aisha jadeó. Cada arrastre de su boca era fuego, cada inhalación un pecado. Sentía el latido de Ragnar a través del pecho, acelerado y salvaje, como si la sangre de ella lo hubiera intoxicado.
— Es... suficiente — logró decir, aunque sus dedos se aferraron involuntariamente al cabello del príncipe, enredándose en esos hilos oscuros.
Ragnar alzó la vista. Su boca estaba teñida de rojo, una mancha brutal en su belleza feroz.
— Nunca es suficiente — refutó, arrastrando los labios por el interior de su brazo, dejando un rastro húmedo que hacía temblar a Aisha — ¿Lo sientes? La maldición se controla... pero ahora necesitaré más. Mucho más.
Y era verdad. Algo ardía entre ellos, más peligroso que cualquier maldición. Una atadura de sangre y fuego que los uniría para siempre.
El príncipe sonrió, canino, antes de hundir los dientes en el cuello de Aisha. No para lastimar. No. Era una posesión. Una marca.
— Ahora — susurró contra su piel, mientras la luna sangrante se filtraba entre las cortinas del pabellón — dime que no quieres esto. Dime que no volverás a ofrecerme tu sangre cuando la oscuridad llame.
Aisha contuvo el aliento, no pudo responder. En el silencio solo resonaba su respiración entre cortada y el latido de Ragnar, demasiado lento para ser humano, afuera el cielo rugía en una tormenta que ahora teñía el mundo de reflejos cobrizo, como lágrimas de un corazón herido que ahora los unía bajo el sello de una maldición compartida.