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Capítulo 6: El juego del príncipe.

El Pabellón de Invierno olía a madera de cedro recién tallada y a té de crisantemo, su aroma dulce y terroso flotando entre las sombras alargadas que proyectaban las lámparas de papel. Aisha estaba sentada frente a Ragnar, las manos entrelazadas sobre la mesa baja de ébano, los dedos temblando levemente. El príncipe no parecía afectado por la tensión; inclinado hacia adelante, su túnica de seda negra entreabierta revelaba el bronceado de su piel y las marcas de batalla que la surcaban.

— Dime, sanadora — murmuró, llevando la taza a sus labios sin apartar los ojos de ella — ¿de verdad eres de los Nyrithar?

La pregunta cayó como un cuchillo.

Aisha contuvo el aire. Los Nyrithar eran conocidos por su cabello blanco como la nieve y sus ojos azules, tan pálidos que parecían vacíos. Ella, en cambio, tenía el cabello negro azulado, como el ala de un cuervo bajo la luna, y sus ojos… "Como el cielo del crepúsculo" había dicho su madre alguna vez.

— Sí, Alteza — respondió, manteniendo la voz firme — Pero soy un caso especial.

Ragnar soltó una risa baja, casi un rugido contenido.

— ¿Especial? — Los dedos del príncipe acariciaron el filo de su propia taza — mentirle a un príncipe imperial es traición. Y la traición se paga con la muerte.

El corazón de Aisha se estrujó. «No es un interrogatorio» comprendió de pronto «Es una trampa»

— Si no me cree — dijo, desafiante — recuerde que mi sangre lo calmó de su locura. ¿Acaso no fue suficiente prueba?

Ragnar se inclinó aún más, hasta que su aliento, cálido y especiado, rozó su mejilla.

— Tengo migraña.

Aisha lo miró fijamente. «¿En serio?»

— No soy una medicina imperial que pueda ir a buscar a cualquier hora de la noche — protestó, exasperada.

Pero ya estaba hurgando entre los pliegues de su túnica, buscando el puñal que el general Dain le había dado. Sus dedos encontraron el mango frío, pero antes de que pudiera siquiera deslizarlo fuera de su escondite, las sombras cobraron vida.

Seis figuras vestidas de negro emergieron de la nada, sus máscaras de demonio reflejando el fuego de las lámparas. Las hojas de sus espadas brillaron contra el cuello de Aisha, heladas como el filo del invierno.

— ¡Alteza! — gritó, paralizada.

Ragnar no se inmutó. Con una sonrisa traviesa, apoyó los codos en la mesa.

— Mis guardias personales. No pueden permitir que lleves armas en mi presencia… — Hizo una pausa dramática — …sobre todo porque soy el príncipe heredero.

Aisha apretó los dientes.

— Antes el general Dain.

— Anoche el general te custodiaba — la interrumpió Ragnar, su voz un susurro seductor — pero esta noche… — sus ojos dorados brillaron con malicia — Si quieres usar ese puñal, tendrás que sentarte sobre mis piernas. Como garantía de que no me apuñalarás.

El aire se espesó. Aisha miró las espadas que aún la amenazaban, luego a Ragnar, cuyo gesto era tan arrogante como irresistible. «Esto es una locura» pensó. Pero el pulso le latía en las sienes, y algo dentro de ella ardía.

Con movimientos lentos, se levantó y rodeó la mesa. Los guardias no bajaron sus armas, pero tampoco la detuvieron. Cuando estuvo frente a Ragnar, este extendió las piernas, invitándola a ocupar el espacio entre ellas.

— Bien hecho — murmuró él, mientras ella se acomodaba, sintiendo el calor de sus muslos bajo su peso.

Los guardias se desvanecieron en las sombras, como si nunca hubieran existido.

Aisha sacó el puñal con manos temblorosas. Ragnar no apartó la mirada de ella ni cuando la hoja destelló bajo la luz. Con un movimiento rápido, se hizo un corte superficial en el dedo índice. Una gota de sangre brotó, escarlata y brillante.

Ragnar no esperó. Atrapó su muñeca con una mano y llevó su dedo a su boca.

La lengua del príncipe era cálida, húmeda, y se enroscó alrededor de su piel con una lentitud obscena. Aisha contuvo un gemido. Ragnar la observaba, sus ojos oscurecidos por algo que no era hambre de sangre, sino otra cosa, más peligrosa.

— Es suficiente — jadeó ella, tratando de retirar la mano.

Pero Ragnar no soltó. En un movimiento fluido, la levantó de sus piernas y la tumbó sobre el suelo de tatami, sujetándole las muñecas sobre su cabeza. Su cuerpo, fuerte y pesado, se encimó al de ella, ahogando cualquier protesta.

— Alteza…

— Callada — ordenó, pero su voz era áspera, cargada de deseo.

Sus labios encontraron primero su oreja. La lengua de Ragnar trazó una línea húmeda desde el lóbulo hasta la curva superior, haciendo que Aisha se estremeciera.

— No me lama la oreja — protestó, aunque su voz sonó quebrada.

Ragnar rió contra su piel, un sonido profundo y vibrante que recorrió todo su cuerpo.

— Como ordene mi sanadora — murmuró, pero en lugar de detenerse, desvió su boca hacia su cuello.

Los besos eran sugerentes, calculados. Cada uno más bajo que el anterior, hasta que sus dientes rozaron la marca que él mismo había dejado días atrás. Aisha arqueó la espalda, sintiendo cómo el corazón le golpeaba las costillas. El calor se expandía desde su vientre, inexorable, vergonzoso.

Ragnar notó su reacción. Con una sonrisa de lobo, apretó sus muñecas con más fuerza.

— Parece que tu cuerpo no miente como tu lengua — susurró.

Aisha quiso replicar, pero en ese momento, la puerta del pabellón se abrió de golpe.

El crujido de la puerta al abrirse cortó como un cuchillo la tensión cargada del pabellón. Aisha contuvo el aliento al sentir el cuerpo de Ragnar inmovilizarse sobre ella. Sus ojos dorados, que momentos antes ardían con deseo, se endurecieron de inmediato.

— ¡Alteza! — la voz del general Dain resonó desde el umbral, más afilada de lo habitual.

Aisha giró la cabeza apenas, suficiente para ver la silueta del general en la entrada, su armadura imperial brillando bajo la luz de las lámparas. Pero no estaba solo.

Detrás de él, una figura imponente vestida de seda dorada y negra avanzaba con paso tranquilo.

El Emperador.

Ragnar se apartó de Aisha con la fluidez de un tigre, pero no con vergüenza, sino con la elegancia calculada de quien sabe exactamente qué imagen proyectar.

— Padre — dijo, inclinando la cabeza apenas lo suficiente para ser respetuoso sin someterse —Qué inesperado honor.

El Emperador observó la escena con ojos que parecían verlo todo: a Aisha aún tendida en el tatami, su túnica desordenada; a Dain, con la mandíbula apretada; a Ragnar, demasiado tranquilo para alguien que acababa de ser sorprendido en una posición tan… comprometedora.

— Octavo Hijo — respondió el Emperador, su voz como miel sobre acero — parece que interrumpo.

Los sirvientes que flanqueaban la puerta contenían las miradas de asombro. Ningún príncipe besaba a una plebeya, aunque esta fuera enviada como concubina, una que debía morir. Menos delante del Emperador.

Ragnar, en lugar de mostrarse intimidado, esbozó una sonrisa traviesa.

— Solo una sesión de sanación, padre — mintió descaradamente mientras extendía una mano para ayudar a Aisha a levantarse.

Ella aceptó, sintiendo cómo todos los ojos en la habitación quemaban su piel. Pero antes de que pudiera apartarse, Ragnar hizo lo impensable.

Con una naturalidad que dejó a todos paralizados, inclinó su cabeza y besó su mejilla, justo donde el rubor era más evidente.

— Hasta mañana, pequeña escurridiza — murmuró contra su piel, lo suficientemente bajo para que solo ella lo escuchara.

Dain hizo un movimiento casi imperceptible hacia adelante, como si quisiera intervenir, pero se detuvo. Sus ojos, sin embargo, ardían.

El Emperador arqueó una ceja, claramente entretenido.

— ¿Y esta es…?

— Aisha de los Nyrithar, Padre. Mi sanadora personal — dijo Ragnar, enfatizando la palabra "personal" de un modo que hizo que Aisha sintiera otro escalofrío.

— Qué… interesante — musitó el Emperador, estudiándola como si fuera un enigma a resolver.

Ragnar, sin perder su actitud desafiante, se volvió hacia los sirvientes.

— Preparen el carruaje imperial para la mañana. Vendrá a atenderme al palacio principal.

Los sirvientes se miraron entre sí. Eso era un privilegio reservado solo para nobles de sangre confirmada.

Aisha abrió la boca para protestar, pero Ragnar le lanzó una mirada que selló sus labios.

— Como ordene, Alteza — murmuró, inclinándose en una reverencia forzada.

El Emperador sonrió, un gesto que no llegó a sus ojos.

— Ven, Hijo. Tenemos asuntos que discutir.

Ragnar asintió, pero antes de seguir a su padre, le pasó un dedo por el dorso de la mano a Aisha, un roce deliberadamente lento que hizo que hasta Dain contuviera la respiración.

— No me decepciones, sanadora — dijo en voz baja, pero con una chispa de diversión en la mirada —  Mis migrañas son… insoportables sin ti.

Y con eso, salió, dejando atrás un silencio cargado de tensión no resuelta.

El general Dain fue el último en salir. En el umbral, se detuvo y miró a Aisha con una intensidad que casi la hizo retroceder.

— Jugar con fuego solo trae quemaduras — dijo, su voz áspera.

Ella sostuvo su mirada.

— No soy yo la que empezó este juego, General.

Algo oscuro cruzó por los ojos de Dain, pero solo apretó los puños y se marchó, dejando la puerta abierta.

Aisha, sola al fin, se dejó caer sobre un cojín, tocándose la mejilla donde los labios de Ragnar aún ardían.

«¿Qué demonios acaba de pasar?»

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