El viento aullaba entre los pinos, arrastrando consigo el susurro de Nyrith, el dios olvidado, cuyos dedos invisibles acariciaban las armaduras negras de los Lobos Fantasmas, el ejercito de mercenarios fieles al príncipe bestia.
Las fogatas, mantenidas bajas para no delatar su posición, proyectaban sombras danzantes sobre los grabados de lunas crecientes que adornaban sus petos. El aire olía a hierro, a pino quemado y a algo más: el dulzor enfermizo de la gangrena, que se escapaba de la pierna de Korvath como un recordatorio de que la muerte siempre merodeaba cerca.
Aisha observaba desde su carruaje de madera lacada en rojo oscuro, sus dedos aferrados al borde de la ventanilla con rejas de hierro. ¿Para protegerla o encerrarla? La pregunta resonaba en su mente, tan presente como el crujir de las armaduras al moverse y los cuchicheos de los soldados.
— ¿Viste cómo el general se levantó? Ni los médicos imperiales…
Los pasos de Korvath y Veyn se acercaron, calculados, pesados. El primero arrastraba su pierna herida, cada paso una batalla perdida contra la infección. El segundo llevaba el brazo envuelto en trapos sucios, la tela impregnada de un aroma a podredumbre y desesperación.
— General… — Korvath evitaba mirarla, como si el solo hecho de alzar los ojos hacia la futura concubina del príncipe, fuera un sacrilegio — los médicos dicen que… debo perder la pierna. Pero si la Princesa Oscura puede…
Dain, dorado y letal como un sol envenenado, cruzó los brazos. Su mirada se deslizó hacia Aisha, un desafío silencioso en sus ojos: ¿Qué harás, pequeña diosa?
Ella no respondió con palabras.
Con un movimiento brusco, abrió la ventanilla. El frío de la noche se coló dentro, mordiendo su piel. Sin vacilar, hundió la daga, esa que había tomado horas antes del cinturón del general; en la palma de su mano. La sangre brotó, escarlata y espesa, llenando el vaso de metal que sostenía hasta que el líquido oscuro alcanzó el borde.
— Bebe.
Su voz, suave pero firme, resonó como un latigazo en el silencio.
Korvath titubeó. Pero Veyn, con los ojos brillantes de una mezcla de codicia y desesperación, arrebató el vaso y bebió.
El efecto fue inmediato.
La herida en su brazo se cerró con un sonido húmedo, la piel reconstruyéndose como si obedeciera a una orden divina. Solo quedó una cicatriz plateada, brillando bajo la luz de la luna como las que adornaban al príncipe en las noches de luna llena.
Korvath, ahora desesperado, engulló el segundo vaso que Aisha le ofreció.
El sonido de su pierna recomponiéndose fue grotesco: huesos que se enderezaban, músculos que se tejían de nuevo, la carne palpitando bajo la infección ahora vencida. Cuando terminó, el hombre se desplomó sobre la nieve, llorando.
La noticia se extendió como un incendio en un campo seco.
Uno a uno, los Lobos Fantasmas formaron fila, cada uno con heridas que los hijos de Nyrith se habían negado a curar: quemaduras de plata que no cicatrizaban, mordeduras de bestias cuyos venenos aún ardían bajo la piel, cicatrices que supuraban recuerdos de batallas pasadas.
Aisha repartió su sangre hasta que sus labios perdieron su color, hasta que sus manos temblaron y el mundo comenzó a inclinarse a su alrededor.
Dain se acercó entonces, su voz un susurro cargado de algo que podría haber sido preocupación, o quizás solo fascinación.
— Alteza, si sigue así, no llegará viva al palacio.
Ella sonrió, débil pero genuina, mientras el frío le mordía las venas.
— Prefiero morir siendo útil que vivir siendo invisible.
Los soldados cambiaron después de esa noche.
Korvath le entregó una daga con el emblema de los lobos fantasmas, tallada con runas antiguas, sus ojos evitando los suyos como si tuviera miedo de lo que podría encontrar en ellos.
— Para que el príncipe no sea el único que puede marcar tu piel.
Veyn deslizó somníferos en su bolso, su voz baja y urgente.
— La luna llena… duele menos si no estás despierta.
Y luego, las advertencias:
— El príncipe mató a doce concubinas — murmuró uno, su aliento caliente contra su oído — las últimas ni siquiera gritaron.
El viaje hacia el palacio fue un silencio cargado de presagios, la estructura se alzó ante ella como un monstruo tallado en mármol y oro.
Las puertas eran altas como fauces, adornadas con lobos devorando lunas. Los jardines, perfumados con el aroma dulzón de flores negras, ¿crecidas con la sangre de las anteriores?, se mecían bajo el viento como dedos esqueléticos acariciando su vestido.
Aisha apretó el amuleto partido que escondía bajo su ropa, sintiendo el borde afilado contra su piel.
"Madre… ¿esto es un palacio o un sepulcro?"
Dain se acercó entonces, su presencia tan peligrosa como seductora. Tomó su muñeca con delicadeza, sus labios rozando el lugar donde las venas azules latían bajo su piel.
— Elige sabiamente cuál usarás primero — murmuró, deslizando un frasco de veneno en su mano antes de alejarse.
Los soldados la observaban desde atrás, sus miradas cargadas de una pena que no se atrevían a vocalizar.
— Pobrecita — susurró Veyn — ni siquiera sabe que ya está muerta.
Aisha respiró hondo, sintiendo el peso de la daga, el veneno y su propia sangre, todos destinados a ser usados tarde o temprano.
Y entonces, sin mirar atrás, el carruaje avanzo hacia las puertas.
Hacia su destino.
Hacia la boca del lobo.
El carruaje se detuvo frente a una estructura de madera oscura y tejados curvos, adornados con filigranas de plata que brillaban bajo la luz mortecina de las antorchas. El Pabellón del Invierno. No era un nombre, era una advertencia.
Aisha descendió, sintiendo cómo el suelo crujía bajo sus zapatos delgados, demasiado finos para el frío que se filtraba hasta los huesos. Las puertas se abrieron sin sonido, revelando un interior austero pero impecable: biombos pintados con escenas de lobos aullando a lunas pálidas, alfombras de pieles oscuras y un brasero cuyo calor no lograba vencer el escalofrío que le recorría la espalda.
Dos figuras se inclinaron ante ella, sus rostros ocultos tras mangas bordadas.
— Esta humilde sirvienta se llama Lián, encargada de su vestuario y joyas — dijo la primera, con una voz tan suave como el roce de la seda.
— Y esta indigna criatura es Mei, responsable de su alimentación y… bienestar — añadió la segunda, sin alzar la mirada.
Aisha notó el vacío en esas palabras. Bienestar. Una broma cruel en un lugar donde las concubinas anteriores habían muerto.
— ¿Cuántas vivieron aquí antes que yo? — preguntó, deslizando los dedos sobre una mesa lacada donde alguien había tallado marcas superficiales, como garras desesperadas.
Lián y Mei intercambiaron una mirada.
— Ninguna lo suficiente importante para contar la historia — susurró Mei, mientras sus dedos se cerraban alrededor del abanico de seda, como si pudieran atrapar los secretos que flotaban en el aire.
Más allá, tras los biombos de laca roja, las paredes del Pabellón de Invierno respiraban susurros de locura. La prohibición era clara: ninguna concubina podía salir antes de ser presentada al Príncipe Heredero. Pero Aisha, oculta entre las sombras de los corredores, sentía el peso de esa ley como cadenas alrededor de sus tobillos. Cada suspiro del viento entre los ciruelos helados le recordaba que, si no escapaba, aunque fuera por un instante, su alma se marchitaría como esas flores negras del jardín, aquellas que nadie se atrevía a tocar.
Esperó hasta que la luna llena se alzó alta, tiñendo todo de un plateado fantasmal. Mei había dejado caer un mapa entre los pliegues de su ropa de cama, ¿regalo o trampa?, y Lián, con dedos que temblaban apenas, le entregó una capa oscura.
— Los guardias cambian a la hora del zorro — murmuró.
El jardín imperial era un laberinto de sombras y belleza letal. Los ciruelos en flor llovían pétalos como lágrimas congeladas, y Aisha se movió entre ellos, sintiendo por primera vez desde su llegada que podía respirar.
No notó la figura que la observaba desde la oscuridad.
El príncipe no creía en los augurios. Pero esa noche el jardín imperial era cubierto con un manto de plata, iluminado solo por la luna llena y el tenue resplandor de los faroles que titilaban a lo lejos, como estrellas atrapadas entre los árboles. El aire era fresco, perfumado por el aroma dulce y melancólico de los ciruelos en flor, cuyos pétalos caían en una danza lenta, meciéndose en la brisa antes de posarse sobre el suelo de piedra pulida.
Ella se movía entre aquella lluvia de pétalos, como si el viento mismo la guiara. Su cabello, negro como la noche, ondeaba tras ella, deslizándose sobre los pliegues de sus vestiduras, tejidas con sedas que brillaban suavemente bajo la luz lunar. Los bordados, apenas visibles, seguían el fluir de sus movimientos, como si las flores y los pájaros escondidos en la trama cobraran vida al girar. Sus ojos, azules como el cielo en el crepúsculo, brillaban con una luz propia, perdidos en la música que solo ella parecía escuchar.
Él la vio desde la sombra, deteniéndose en seco, como si el tiempo hubiera cesado su marcha. No había visto nada igual en toda su vida. Cada paso, cada giro de sus muñecas, cada suspiro del viento que la rodeaba, lo atraía con una fuerza primitiva, irracional. Era como si algo en su sangre, en lo más profundo de su ser, reconociera en ella algo que no podía nombrar.
Sin pensar, avanzó, sigiloso, sin hacer ruido sobre los senderos de piedra. Quería estar cerca, aunque fuera un instante más.
— No deberías estar aquí — murmuró, su voz más suave de lo que jamás había sido, sonándole extraña, demasiado humana.
Ella se sobresaltó, interrumpiendo su danza, y en el movimiento brusco, su pie tropezó con el borde de su propia falda. Él se lanzó hacia adelante, atrapándola por la cintura antes de que cayera. El mundo pareció detenerse cuando sus miradas se encontraron.
Sus ojos, dorados como el atardecer, se clavaron en los de ella, y algo dentro de ambos resonó, como el eco de un lazo que siempre había existido, esperando este momento. No había necesidad de palabras. El jardín, la luna, los pétalos que seguían cayendo… todo desapareció. Solo quedaron ellos dos, suspendidos en un instante que ya había cambiado sus vidas para siempre.
Y supo, con una certeza que lo estremeció, que jamás volvería a ser el mismo.